Verdad, perdón y reconciliación

Verdad, perdón y reconciliación

La prensa española se hace eco de la controversia acerca de la “no ficción creativa” del periodista polaco Ryszard Kapuscinski, surgida a raíz de la publicación de su biografía por su discípulo y amigo Artur Domoslawski. Esta controversia es interesante, incluso para quienes, como este columnista, no han tenido la suerte de leer a estos dos polacos. Al parecer, Kapuscinski,  a la hora de escribir sus reportajes, no era muy quisquilloso en términos de distinguir realidad y ficción.

Para algunos, lo que hacía el polaco es una licencia admisible y practicada por muchos periodistas, en tanto que, para la mayoría de los que han participado en la discusión, la emoción del lector al leer un reportaje surge precisamente de pensar que han ocurrido las cosas narradas en el mismo.

Soy de los que entiendo que la frontera entre la verdad literaria y la verdad histórica debe ser bien clara, por lo menos en las sociedades abiertas de que nos hablaba el, por cierto, nada abierto Karl Popper. En verdad, como afirma Mario Vargas Llosa en su libro “La verdad de las mentiras”, la mejor manera de definir a una sociedad cerrada es “diciendo que en ella la ficción y la historia han dejado de ser cosas distintas y pasado a confundirse y suplantarse la una a la otra cambiando constantemente de identidades como en un baile de máscaras”.

La mentira florece en las sociedades cerradas, de derecha o de izquierda, como lo revelan las falsedades históricas propaladas por los guardianes de la jerga trujillista y, según el siempre urticante Carlos Alberto Montaner, la mentira de Fidel Castro de que “su gobierno no torturaba ni asesinaba”.

La fabricación de la historia, el falseamiento de la memoria colectiva, la historia oficial como instrumento de gobierno, el silenciamiento de quienes cuestionan la misma, son las características esenciales de las dictaduras. En la sociedad cerrada, la historia, inventada, reinventada y censurada en función de las necesidades del poder, al ser condenada a mentir, se vuelve ficción, desapareciendo así las diferencias entre verdad histórica y verdad literaria. Ambas se funden, nos dice Vargas Llosa, “en un híbrido que baña la historia de irrealidad y vacía a la ficción de misterio, de iniciativa y de inconformidad hacia lo establecido”.

Pero… ¿es la conversión de la ficción en realidad histórica y de la historia en ficción un dato exclusivo de las sociedades cerradas? ¿No ceden también las sociedades democráticas a las tentaciones de la falsificación histórica? Si creemos a funcionarios del gobierno norteamericano y a intelectuales públicos de la talla de José Saramago, Slavoj Zizek y Noam Chomsky, quienes, a partir de fuentes oficiales, aseguran que Estados Unidos fue a la guerra en Irak basado en la mentira de que ese país tenía armas de destrucción masiva, nadie dudaría que la mentira oficial puede instalarse cómodamente en las democracias, aún las más avanzadas. Pero, al lado de la mentira oficial, surge en nuestras sociedades una mentira contracultural, que niega los genocidios y los atropellos del poder y que erosiona tanto como aquella los cimientos de la verdad histórica.

Sin embargo, las democracias se protegen, frente a los peligros de la mentira estructural, mediante “una búsqueda de la verdad que parte de la duda”. De ahí que soberano es el pueblo capaz de “aprender de sus propios errores” (Jorg Luther). Es por ello que, en la democracia, no puede haber verdad estatal sino verdad histórica emanada del proceso libre, continuo y abierto de discusión de verdades. Como afirma Benedicto XVI en su Encíclica “Caridad en verdad”, “la verdad es ‘lógos’ que crea ‘diá-logos’ y, por tanto, comunicación y comunión”. Es gracias a este diálogo que se hace realidad lo que dijo San Juan: “sólo la verdad os hará libres”. Y es que, únicamente mirándonos en el espejo de la historia, dispuestos a toparnos con las verdades problemáticas, las verdades de los vencidos y las verdades de los vencedores, podremos ser capaces, como individuos y como sociedad, de perdonarnos mutua y recíprocamente nuestros pecados y de enrumbarnos por el camino de una reconciliación social que exige, sin embargo, que se haga justicia y que se arrepientan los verdugos. 

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