Viaje al fondo de mí mismo

<p>Viaje al fondo de mí mismo</p>

 

POR LEÓN DAVID
No puedo quedarme en la superficie de las cosas. Tengo que profundizar, tengo que ir siempre más adentro. Llegar al fondo de la vida, a su latido más íntimo y oculto. La realidad no tiene fronteras. Colocamos los barrotes de nuestra propia prisión y tras ellos nos encerramos. Nada nos produce más pánico que lo desconocido.

Vivimos dentro del caparazón que nuestro miedo fabrica; y a sus minúsculas dimensiones reducimos nuestra acción en el mundo. Quien se viste con una coraza tiene que ajustar sus movimientos a la rigidez pesada de la envoltura que ha decidido colocarse encima. Cuantas más gruesas capas ponga entre mi yo y el mundo, menos posibilidades tengo de transformarme y de crecer. La inseguridad no deja espacio para el crecimiento. El miedo no permite que la semilla de sol que anidamos en el alma fructifique. Podemos edificar una vida distinta, suave como una caricia, limpia como la lluvia, sencillamente hermosa como la flor silvestre. Mas, para lograrlo, es imprescindible que nos encontremos con nosotros mismos; o, si se quiere, con esa parte de nosotros mismos que es flor, lluvia y caricia. En el hombre se resume el universo. Toda la realidad cabe en la palma de la mano. Para ir lejos, muy lejos, no hay necesidad de viajar más allá de uno mismo. El infinito palpita en cada pecho humano. El brillo misterioso de las galaxias germina en nuestros ojos. El oscuro silencio del espacio estelar forja el vacío en el que nuestra carne habita…

No se ha visto a sí mismo el hombre tal cual es. Su miedo se lo impide. Mira dentro de sí  y no topa más que con huesos y tendones; la opacidad de sus vísceras oculta el transparente tejido, frágil e intangible como el sueño, con que la vida le construye.

Pero ya lo dije: no puedo quedarme en la superficie de las cosas. Como el pez en lo más profundo del océano me sumerjo en mis aguas; y encuentro en la oscuridad de mis abismos interiores el sentido de la aventura humana. Porque la vida es una aventura en la medida en que me entrego a ella como me entrego al pulso de la sangre. Yo no vivo desde el miedo, y el misterio, en lugar de asustarme, me enamora. No me pongo corazas. No las necesito. Voy por el mundo ofreciéndole al sol y a la brisa la cálida textura de mi piel. La desnudez de mi cuerpo es la que me permite avanzar ligero por el camino sin cansarme. Es lo que me permite convertirme en espiga o en viento, en arena o en agua. Y yo no sé vivir de otra manera. No me llama el placer, no me urge correr desenfrenadamente tras el goce como observo que hace el grueso de la gente. Soy el manantial de mi propio disfrute. El bienestar nace de mí, del fondo más recóndito de mis parajes interiores. Para sentirme bien sólo tengo que estar conmigo mismo. Y nunca dejo de estar conmigo. Bebo en mi propio silencio la sustancia carnal que luego se hará luz en mi palabra. Respira mi conciencia. Mis pensamientos tienen ojos que ven. La ilusión se cría en la corriente inagotable de mi sangre. El latido universal del corazón forja el bronce de cada uno de mis gestos. Tanto me amo, tan seguro estoy de la eternidad que habita en mi sonrisa que me tiene sin cuidado la perspectiva de desaparecer en cualquier instante. Quiero que mi existencia sea transparente como el cristal para que la mirada del mundo la penetre sin tocarla. Creo en mí porque creo en la fragancia de las flores. Creo en la pasión porque una vez una mujer me convirtió en volcán con sus caricias. Creo en la ternura porque hay un niño suave que me abraza el recuerdo y me lo besa. Y sigo adelante incansablemente, sembrándome en la tierra de los hombres. Cuando se es semilla sólo se aspira a reposar en la tierra. La tierra me llama por mi nombre. Ansío su medular oscuridad en donde germina mi sueño de raíces. Allí me instalaré y naceré de nuevo, espiga solitaria hacia la claridad del día. El horizonte es infinito. Yo soy el horizonte. Estoy lleno de nubes, cargado de añoros voladores…

Así me he descubierto. Tal es el rostro que pude contemplar luego de la fragosa travesía. En medio de la muchedumbre ese rostro conservo. A todas partes me acompaña. Es el rostro del hombre, la faz de la humanidad que me complazco en mostrar a cuantos me rodean para que comiencen a reconocer en mí sus propios rasgos. Quien lo ha visto una vez no lo podrá olvidar jamás. Pero hace falta superar el miedo para poder mirarlo. El miedo es una máscara; la angustia, un antifaz. El hombre verdadero es el que ocultamos a nosotros mismos bajo esas caretas lamentables, ridículas. Despojarnos de ellas es la labor más importante a la que podamos consagrarnos. A esa tarea he abocado mi existencia. Desde entonces dejé de tener límites, me convertí en océano y comencé a desbordarme abriendo surcos, diseminando polen, desplegando el germen de la vida y del misterio de la vida a cada lado del camino. En mis palabras palpita ese misterio. En mis gestos se crea. En mis actos se palpa. Si no tienes temor, es que lo has visto. Si temes, cerrarás los ojos y seguirás de largo.

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