VIAJE POR LA HISTORIA
La batalla invisible del almirante Nelson

<P>VIAJE POR LA HISTORIA <BR>La batalla invisible del almirante Nelson</P>

ANTONIO JIMÉNEZ BARCA/ EL PAIS
El farero lleva más de veinte años habitando esta punta del paraíso. Se llama cabo de Trafalgar, se encuentra en el suroeste de la provincia de Cádiz, y hace 202 años sirvió como referencia geográfica y cedió el nombre a la batalla naval más sangrienta disputada jamás en aguas españolas. Desde la balconadita del faro, batida hoy por viento de poniente, se divisan las playas que flanquean el cabo, la carretera que entre dunas y arbustos semienterrados en arena conduce a la casa del farero, las breñas y el bosque de pinos que quedan atrás. Enfrente, el mar, el azul encendido del mar en verano en el sur.

«A veces, en invierno, se acerca de buenas a primeras un grupo de ingleses por aquí que busca algún rastro de la batalla, y preguntan, y yo les envío de vuelta a Londres, claro, a Trafalgar Square, porque aquí…», dice el farero, con una sonrisa.

Es cierto: salvo una frase pacifista de Benito Pérez Galdós, colocada           en una placa pequeña que se tuesta en el centro de la carretera que escala hasta el faro, no hay ningún monumento en la zona que recuerde la batalla que en 1805 cambió la historia y en la que los marinos ingleses derrotaron a los franceses y españoles, todos a bordo de los barcos de guerra del momento, los temibles navíos de línea.

La celebración del bicentenario de la batalla en 2005 -de ahí, la placa- y el éxito de la novela de Arturo Pérez Reverte, Cabo Trafalgar, devolvieron cierta actualidad al lugar. Por eso ahora llegan a este remoto punto de la costa más curiosos españoles de aquella época en que los capitanes, antes de entrar en combate, clavaban la bandera al barco para no entregarla y así evitar la tentación de rendirse.

Pero nunca muchos. Los visitantes que acuden a esta esquina de Cádiz persiguen por lo general algo menos heroico: el paisaje, las playas desérticas, la luz o los garitos de aire hippy que abren toda la noche…

«Tiene razón el farero: los que vienen por lo de la batalla son casi todos ingleses, y lo hacen en invierno», dice Juan Sánchez, tras encaramarse a un taburete de uno de los chiringuitos de techo de esparto y paja que hay en las cercanías del faro.

Son las cinco de la tarde. El resto de España se cuece de calor, según dice el hombre del tiempo. Pero aquí el viento convierte el arranque de la tarde en una delicia. Sánchez pide otro mojito, el segundo, y aconseja no perderse el crepúsculo, en el que un sol rojo redondo como un globo se hunde en un mar rosa y malva:

– Viene mucha gente de lejos a verlo.

– ¿Más que por la batalla?

– Mucho más, dónde va a parar.

La camarera asiente. Y aprovecha para hablar también del invierno, algo que parece obsesionar a los autóctonos.

«En invierno no hay nada que hacer. Sólo abrimos los fines de semana. Y no hay curro. Yo me dedico a vender ropa a amigas por teléfono. Aunque es una delicia… todo esto, sin gente, es una delicia…».

Y sonríe, con la misma calma irónica que el farero.

Decididamente, no parece este hermoso rincón del sur el mejor lugar para venir a citarse con la Historia con mayúsculas.

Y, sin embargo…

Aquella mañana, el 21 de octubre de 1805, también con viento de poniente, la escuadra franco-española comandada por el almirante Pierre Charles Villeneuve salió de la bahía de Cádiz dispuesta a enfrentarse con los barcos ingleses de Horatio Nelson y jugarse la supremacía de los mares a una baza y a tortazos. Más de sesenta navíos y miles de personas a bordo.

Los capitanes españoles sabían que se dirigían al desastre: su tripulación se componía, en gran parte, de hombres enrolados a la fuerza poco adiestrados. Habían aprendido a alimentar un cañón y a no marearse al mismo tiempo, poco antes de la batalla, encima de esos navíos enormes como inmensas jaulas flotantes del tamaño de bloques de cuatro pisos.

Además, nadie confiaba mucho en Villeneuve, al que el mismo Napoleón consideraba un inepto. El francés confirmó el ad

En síntesis

jetivo al vislumbrar la escuadra inglesa y dar una orden que hundió en la desesperación a los marinos españoles y que aún hoy estupefacta y cabrea a más de uno.

«¡Ordenó virar en redondo! ¡Un error garrafal! ¡A quién se le ocurre, hombre de Dios!».

José Ramón Pérez Díaz-Alersi es abogado jubilado, navegante aficionado y vicepresidente del Ateneo de Cádiz, una de las instituciones que más se involucró en la celebración del bicentenario de la batalla. Pérez D íaz-Alersi lo coordinó todo, y sabe muchísimo de Trafalgar.

«La escuadra hispano-francesa, compuesta por 33 navíos, navegaba en línea, rumbo sur, en dirección a Gibraltar. Cuando avista a los ingleses, Villeneuve ordena virar en redondo para poner proa a Cádiz.

 Se suponía  que para escapar y volver a refugiarse en la bahía. Pero, claro, virar en redondo no es lo mismo para un pequeño velero de regata que para esos imponentes navíos, pesados, de difícil maniobra, que empleaban casi un cuarto de hora en dar la vuelta. Cuando todos viraron, la línea franco-española estaba rota».

Es decir: la escuadra franco-española presentaba un frente desordenado, lleno de claros y de barcos retrasados que no podían entrar en combate.

Por su parte, el almirante inglés Nelson, el legendario comandante en jefe de la flota británica, dispuso dos líneas perpendiculares a la escuadra franco-española, y con el viento de través, navegando a toda vela, la atravesó como dos lanzas. Se trataba de una maniobra arriesgada, valiente, que necesitaba decisión, coraje y pericia marineras. Y salió bien.

Eran las doce de la mañana cuando el barco de Nelson, el Victory, se abalanzó sobre el Bucentaure francés, capitaneado por Villeneuve.

Los cañonazos y las explosiones las escucharon y las vieron las gentes de Cádiz, subidos a las azoteas de las casas. En la cubierta de los barcos era necesario esparcir arena continuamente para que los marineros no resbalaran con la sangre de los heridos y los muertos.

En pocas horas todo estuvo decidido. A las seis de la tarde, el almirante español Carlos Gravina, herido de muerte, fuerza la retirada a Cádiz de lo que quedaba de escuadra combinada. Villeneuve había sido hecho prisionero. Nelson, alcanzado por un disparo de un francés, había perdido la vida y alcanzado la gloria y la victoria en el mismo día.

Los tripulantes españoles y franceses, que pensaron que con la rendición o la huida terminaba la pesadilla, se equivocaron.

«Esa misma noche se desató un temporal. Nelson mandó a su escuadra a capearlo en alta mar. Los barcos franceses y españoles, muy desgobernados, con los palos y los mástiles partidos, intentaron alcanzar Cádiz y fondear allí. Pero esa costa es difícil», relata Díaz-Alersi.

Los días posteriores a la batalla, todo Cádiz contempló desde las azoteas la agonía de los descomunales barcos españoles y franceses pugnando por entrar en puerto y siendo empujados una y otra vez por el temporal hacia los arrecifes.

Hay 15 navíos de línea hundidos a lo largo de la costa gaditana, entre el cabo Trafalgar y Huelva. Son los restos de los barcos que embarrancaron la noche del 21, o los días posteriores, zarandeados a capricho por el temporal debido a la falta de velas y de gobierno, incapaces de atracar sin peligro por la falta de anclas, empujados al fondo del mar arrastrando con ellos a sus aterrados ocupantes. Murieron cerca de 4.000 marineros.

Otros miles llegaron a la costa. Uno de ellos fue Michel Maffiotte, un timonel de 21 años del que sabemos su historia gracias a un cúmulo de casualidades.

Hace dos años, su tataranieto, César Rodríguez Maffiotte, un médico de Tenerife, conducido por una documentalista que trabaja en Cádiz, visitó el lugar exacto, el fuerte de Santa Catalina, en El Puerto de Santa María, en el que su tatarabuelo pisó la costa después de haber naufragado.

«En casa siempre supimos que había participado en Trafalgar, pero no me enteré de lo que pasó hasta hace unos años, cuando gracias a un conocido supe de un libro que hablaba de un marinero francés que vivía en Tenerife que identifiqué como mi tatarabuelo», explica Rodríguez Maffiotte.

Maffiotte navegó en el Indomptable, que tras batirse en Trafalgar y fondear en la bahía de Cádiz, sin anclas ni amarras ni timón, acabó hundiéndose en una playa de la costa de El Puerto de Santa María.

Aún a bordo, el timonel vio cómo el navío se tumbó de banda por el oleaje, cómo desfondó por la quilla partiéndose en dos, cómo el remolino de agua empezó a succionar a compañeros suyos, cómo los heridos del combate, aún mutilados, intentaban agarrarse a un pedazo de mástil para no irse al fondo. Después, él mismo cayó al agua en un golpe de mar, pero tuvo la suerte de agarrarse a un tablón y llegar, junto con otro marinero, al lugar que su tataranieto y la documentalista visitaron 200 años después.

La documentalista se llama Lourdes Márquez, su obsesión es la batalla de Trafalgar y ha recogido la historia de Maffiotte, y algunas otras, en un libro, Trafalgar y el pescador de náufragos, que habla de los otros héroes sin sable de esta batalla: los pescadores que se jugaron la vida en barcazas para rescatar a los marineros embarrancados frente a las costas acosadas por el temporal.

«Se ha hablado mucho de la batalla y no tanto de lo que vino después, del desastre que se desencadenó por el mal tiempo y de la ayuda de las gentes de Cádiz para rescatar a los marineros», recuerda Márquez.

Cerca de la carretera que conduce al faro de Trafalgar, al lado de un arbusto abrazado a una duna, un hippy italiano ha montado un tenderete de pulseras de cuero a la sombra de un cartelón de la Junta de Andalucía que informa de que la zona es un parque protegido. Éste sería un buen lugar para que el Ateneo de Cádiz llevase a cabo un deseo: «Levantar un monumento a todos los participantes en la batalla, pero nosotros no podemos; no tenemos recursos», dice Díaz-Alersi.

A la dueña del chiringuito el monumento le da igual. Hace muchos años que sabe que el peligro ya no viene del mar. Comenta que hay una empresa internacional que quiere levantar una cadena de hoteles de lujo. 

Luego vuelve a hablar, cómo no, del invierno: «Vienen ingleses por lo de la batalla, sí, pero los que más vienen son australianos y americanos, todos surfistas”.

Los barcos hundidos

El faro de Trafalgar está  situado entre las playas de Zahora y de Caños de Meca, en el término municipal de Barbate, en un paraje protegido, en el suroeste de la provincia de Cádiz. No son los únicos lugares para los amantes de esta batalla. En Cádiz aún se conserva, por ejemplo, la casa en la que murió Gravina, en la plaza de la Catedral.

Además, hay restos hundidos, barcos que duermen durante 200 años.

En el Balneario de la Palma la Caleta el Centro de Arqueología Subacuática, dependiente del Instituto de Patrimonio Histórico de la Junta de Andalucía, se dedica a localizarlos.

Desde la ventana de su despacho, Carmen García, la directora del centro, señala dónde se hundió el Bucentaure, el buque insignia de la flota franco-española: «Ahí, enfrente de la playa de la Caleta, intentaba entrar en la bahía pero embarrancó».

Esta institución asegura haber encontrado, sin duda, dos de los pecios pertenecientes a dos navíos franceses participantes de la batalla de Trafalgar: el citado Bucentaure y el Fougueux, que se hundió cerca de Sancti Petri. Y estudian la localización de otros ocho más, repartidos en distintos lugares de la costa gaditana.

Han extraído de estos   pecios una empuñadura de sable, botones de uniformes franceses, suelas de zapatos de los marineros, y cañones.

«Pero no se trata de sacar cosas, sino de proteger el yacimiento, de extraer toda la información posible, y eso se consigue más estudiándolo ahí donde está que sacando los restos a la superficie», asegura García.

«El verdadero tesoro es la información y los datos que nos revelan», concluye.

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