VIAJES POR LA HISTORIA
Leonardo y su curiosidad infinita  

<STRONG>VIAJES POR LA HISTORIA<BR></STRONG>Leonardo y su curiosidad infinita  <STRONG> </STRONG>

POR JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Lo cierto que un estudioso italiano acaba de descubrir que en la Via della Stufa, en el convento de Santa Úrsula, fue enterrada a los 63 años Monna (diminutivo de Madonna) Lisa Gherardini. El edificio está hoy deshabitado y la calle alberga los almacenes que usan los vendedores de souvenirs que tapizan a diario los espacios.

 La fiebre por La Gioconda llega hasta hoy. El próximo otoño, tres editoriales distintas publicarán en España sendos libros dedicados exclusivamente a ella. No hace mucho, The New Yorker publicaba una viñeta en la que un matrimonio entraba corriendo en el museo parisiense y preguntando a un vigilante: «¿Por dónde se va a La Mona Lisa? Tenemos el coche en doble fila». Es un chiste, pero podría ser un

Primero desaparecen las líneas de la carretera. Después, la carretera. En cada cruce de caminos hay una hornacina con una virgen de cerámica. Olivos, más olivos, una higuera, un columpio huérfano. En Anchiano, a media hora a pie desde Vinci, custodiada por un reloj de sol al que le han robado los números, está la casa en la que dicen que nació Leonardo da Vinci.

La mujer que vigila la finca no lo duda. En esta vivienda maciza de tres habitaciones presididas por el emblema de la familia -un león tocado con un yelmo que se apoya en un escudo barrado- nació en 1452 el artista más famoso del mundo: hijo ilegítimo de un notario y de una campesina, bisexual, solitario, vegetariano y zurdo; pintor, dibujante, escenógrafo, ingeniero; el hombre «más tercamente curioso de la historia», como lo definió uno de sus biógrafos, el hombre que prefería la experiencia a la teoría y que dejó escritas 6.000 páginas que necesitan un espejo para ser leídas. Lo mejor de la casa es el paisaje, que se desborda por la falda del Monte Albano. En el interior, un raquítico panel con la lista de los libros que formaron la biblioteca del creador: Tito Livio, Plinio, León Batista Alberti, Lucano, San Agustín, Ovidio. Hasta 75. Hoy día, cualquier estudiante de bachillerato tiene muchos más. No es lo mismo información que conocimiento.

Todo Vinci, un pueblo de 15.000 habitantes que es una pura cuesta, gira en torno a Leonardo. Las pizzerías se llaman como sus cuadros, hay una biblioteca dedicada monográficamente a su vida y dos museos consagrados a su obra. El más antiguo ocupa el imponente castillo que vigila la comarca y alberga una colección de máquinas de madera construidas por IBM a partir de los códices. Imposible no contemplarlas como apuntes de un visionario: una bicicleta, un cañón, un ala delta, una escafandra.

En la entrada, una cronología resume escuetamente los días de un genio que asistió a la desaparición de un universo y al nacimiento de otro, el nuestro. La mera nómina de sus contemporáneos basta para comprobar que su vida transcurrió en el ojo del huracán de la historia. Nacido un año antes de la caída de Constantinopla y a cuarenta del descubrimiento de América, entre los que compartieron su tiempo están Cristóbal Colón, Gutenberg, Maquiavelo, Lutero y Erasmo. Y, por supuesto, sus grandes rivales, Rafael y Miguel Ángel, que pintó los casi 800 metros cuadrados de la bóveda de la Capilla Sixtina en cuatro años. Los mismos que tardó él en pintar La Gioconda en una tabla de chopo de 73 – 53 centímetros que duerme en el Louvre desde 1797. Miguel Ángel está enterrado en la rutilante iglesia de la Santa Croce de Florencia. Rafael, en el mismísimo Panteón de Agripa, en Roma, al lado de los reyes de Italia. Nunca se ha sabido con seguridad en qué lugar de Francia está enterrado el autor de La última cena, pero cuando la Warner decidió que las Tortugas Ninja llevaran el nombre de cuatro genios del Renacimiento decidió también que el jefe de la pandilla sería Leonardo.

El castillo de Vinci, que alberga también la sobria iglesia en la que fue bautizado nuestro hombre, está tomado por escuadrillas de visitantes que se mueven en bloque, como bancos de peces, y se hacen fotos en la plaza que inauguró el año pasado Mimmo Paladino. El espacio, de suelo irregular y lleno de aristas, parece diseñado expresamente para que los turistas se abran la cabeza. La venganza de un transvanguardista prejubilado convertido al credo de la deconstrucción. Como si Miquel Barceló y Zaha Hadid se hubieran puesto a trabajar juntos después de una noche de farra. Una placa, eso sí, advierte de que pisamos una obra de arte que requiere «respeto y prudencia».

En esta suerte de parque temático de la mitomanía tiene también su sede el Museo Ideale Leonardiano, el único del mundo dedicado al «Leonardo total». Su propietario y director es Alessandro Vezzosi, uno de los principales estudiosos del artista toscano. Vezzosi -que acaba de volver de Amboise, el lugar en el que murió el maestro en 1519- fue el hombre que intentó que el mítico Códice Leicester volviera a Italia cuando salió a la venta. Se le adelantó Bill Gates con 31 millones de dólares. En la casa de Anchiano hay una foto en la que se ve al erudito junto al capo de Microsoft. No fue tomada ni en Seattle ni en Florencia, sino en Tokio. Leonardo es un mito en Japón. Allí viajó La Gioconda en 1974, y allí fue llevada en marzo pasado La Anunciación, que cuelga en los Uffizi. Vezzosi se opuso a un traslado que el ministro de Cultura italiano calificó de «sacrificio necesario». «Expusieron el cuadro durante tres meses», relata el director del Museo Ideale, «y proclamaron que lo habían visto 10.000 visitantes al día. Sale a tres segundos por persona. Nadie va a convencerme de que eso es cultura». El historiador ha leído, por supuesto, El código Da Vinci, que, dice, está lleno de barbaridades: «Pero el problema no es que una novela contenga errores, lo grave es que los contengan tantos libros de historia. De entrada, Leonardo nació aquí, pero no en la casa de Anchiano. Su padre la compró cuando él tenía ya 30 años».

Para Alejandro Vezzosi, que ha promovido el manifiesto Salvemos a Leonardo, el artista de Vinci es un vanguardista «porque quiso cambiar el mundo». Fue, además, el que llevó más lejos «la complejidad polifacética de los genios del Renacimiento. En sus trabajos de ingeniería está el pintor y viceversa, algo que no pasa en otros artistas. Nadie dibujaba como él». Vezzosi, empeñado en evitar que el mito se coma al creador, no duda en señalar a dos hombres separados por casi un siglo que han contribuido como pocos a convertir a Leonardo da Vinci en un icono universal y en pasto de todas las conspiraciones: Vincenzo Perugia y Dan Brown.

El impulso más reciente a la mitología leonardesca ha sido, sin duda, la novela de este último. Desde que se publicó en 2003, ha vendido 40 millones de ejemplares en todo el planeta. Con razón, la traducción italiana que se vende en la estación de ferrocarril de Empoli, cerca de Vinci, la anuncia como «el mayor éxito editorial de todos los tiempos». Pero antes que el novelista estadounidense, un pintor de 30 años llamado Vincenzo Perugia puso para siempre a La Gioconda en el centro de todas las miradas. En la madrugada del 21 de agosto de 1911, Perugia, que había trabajado en el museo, entró en el Louvre. Era lunes, día de cierre semanal. Se dirigió a la sala de La Mona Lisa, un cuadro que mide menos que un periódico desplegado dos veces, lo sacó del marco y se lo llevó.

‘La Gioconda’ sale de gira

Desde París, una ciudad que ya a finales del siglo XIX contaba con 37  rotativos, la noticia cobró escala planetaria. Después de que el Louvre cerrara una semana, empezaron a formarse colas para ver vacía la pared en la que antes colgaba el cuadro. Aparecieron sospechosos bajo los adoquines, entre ellos Picasso y Apollinaire, que llegó a pasar una temporada en la cárcel.

Mientras el ladrón viajaba por Europa tratando de poner el botín en manos de marchantes que lo tomaban por loco, la prensa rescataba la biografía de Leonardo escrita por Vasari en el siglo XVI y hablaba de la enigmática sonrisa que había desatado el mito romántico de la mujer fatal en torno a aquel rostro sin cejas. Faltaban por llegar los bigotes que le pintó Marcel Duchamp, el novelero ensayo que le dedicó Sigmund Freud, las canciones de Nat King Cole, Elton John y Bob Dylan y la dentadura de Julia Roberts, pero La Mona Lisa se había convertido para siempre en la pintura más famosa del mundo.

Dos años después del robo, Perugia viajó en tren a Florencia y se hospedó en el pequeño Hotel Trípoli, a unos pasos de la estación de Santa María Novella. Llevaba el cuadro en una caja. Cuando intentó vendérselo a un anticuario -«devolverlo a Italia», decía él- fue detenido. Le cayeron un año y quince días de condena.

Filippo Matteini es el responsable actual del viejo Trípoli, que hoy se llama, cómo no, Hotel La Gioconda. Instalado en la recepción bajo una copia de su protectora, Matteini tiene una teoría: «Fue un robo por encargo. Éste era un albergue para peregrinos y estaba pegado a un convento. Además, la mujer que sirvió de modelo está enterrada cerca de aquí. La Iglesia siempre ha estado alrededor de Leonardo». ¿Otro lector de Dan Brown? Lo cierto que un estudioso italiano acaba de descubrir que en la Via della Stufa, en el convento de Santa Úrsula, fue enterrada a los 63 años Monna (diminutivo de Madonna) Lisa Gherardini. El edificio está hoy deshabitado y la calle alberga los almacenes que usan los vendedores de souvenirs que tapizan a diario los alrededores de la iglesia de San Lorenzo. Pese al sol de Toscana, la calle es tan grisácea como la de la Sguazza, al otro lado del Arno, un callejón en cuyo pavimento apenas cabe la palabra stop y en el que dicen que nació la Gioconda. Poco glamour para la reina de las fiestas. En esas condiciones, Fabio Cannavaro, que anuncia ropa en un cartel del tamaño del David de Miguel Ángel, es competencia dura.

Donde sobra luz es en el valle del Chianti, en Vignamaggio, la soberbia villa renacentista que perteneció a la familia Gherardini. En el vestíbulo hay una pequeña foto de Kenneth Branagh, que rodó aquí Mucho ruido y pocas nueces. Aunque la finca vive desde entonces un boom como casa rural de altos vuelos, Vignamaggio se dedica sobre todo a la producción de vino: 240.000 botellas al año. El 2006 fue excepcional. Lo recuerda Sandro Checcucci, el encargado, mientras cocina ravioles al pesto y pollo a la cazadora. «Los Gherardini», cuenta, «cobraban peaje a los viajeros que iban a Siena, pero fueron a menos cuando los Médicis les quitaron el negocio. Por eso el retrato lo encargó Francesco del Giocondo, el marido de Lisa, que comerciaba con seda». La Gioconda tenía 24 años y tres hijos cuando Leonardo empezó el cuadro en 1503.

El año pasado, además, un minucioso examen con infrarrojos descubrió en la tabla, que en 500 años no ha sido restaurada, el manto de gasa que llevaban las embarazas en la época. Vasari dice que, siguiendo su costumbre de dejar las cosas a medias, Leonardo abandonó el retrato en 1507. Otros sostienen que siguió retocándolo hasta su muerte, en la corte del rey de Francia. El caso es que la obra nunca fue entregada al cliente. Otro enigma para una imagen en la que cada época ha visto lo que ha querido: desde una amante de Giuliano de Médicis hasta el autorretrato del propio pintor.

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