Vida en las carreteras

Vida en las carreteras

Quedé estupefacto cuando leímos la noticia del trágico y doloroso accidente en la carretera de la costa norte. Keilina, Kenia, Kianey, Kerubí y Kiana Quezada, y Juan Leonardo Paredes, acompañante de ellas, murieron tras el impacto. La fotografía publicada por este diario no dejó lugar a dudas. Fallecieron víctimas del choque frontal con un camión, que destruyó el vehículo en el cual viajaban. Pensé en los Quezada de Luperón, amigos de quien escribe, pues la información ofreció el dato de que todas ellas, y el acompañante, eran nativos de la Provincia de Puerto Plata.

¡Cuán desgarrador para una familia el saber que cinco de sus hijas han perecido en tan pavorosas circunstancias! También para los Paredes, por supuesto, aunque sea uno solo de sus miembros quien haya perdido la vida en tan cruenta colisión. Porque el dolor ante la violenta desaparición física de un familiar es impelido por la pérdida del afecto que se marcha. Aparece debido a la seguridad de que ese afecto compartido con ese familiar ido no vibrará por nueva vez en nosotros. Nada cuentan los números de quienes retornan al Creador. Aunque, ¡cuán hondamente surgen los cuestionamientos cuando al trance de la pérdida hemos de sumar un nombre y otro nombre y otro nombre..!

Poco antes de que ocurriese el fatal accidente viajábamos desde el interior a Santo Domingo. Raudo pasó junto al vehículo en el cual nos transportábamos, un camión de cabezote y larga cola articulada. En aquel momento nos vino a la mente una tragedia. Pasaba de un carril a otro sin aparente cuidado. Amparado el chofer en la poderosa y pesada maquinaria que conducía y en el pavor que inculcaba, pasaba, sin cuidado, de uno a otro carril.

El caso de las hermanas Quezada y el joven Paredes no es el primero de estos catastróficos accidentes enlutecedores de familias. Tampoco será el último. Y cuanto genera mayor inquietud es que estos sucesos no parecen tener fin. Un accidente es acontecimiento fortuito, indeseable aún para quienes sobreviven a la experiencia. Pero es indudable que si los choferes de estos armatostes de hierro pensasen en las contingencias causadas por la velocidad excesiva, conducirían de modo distinto.

Yerro corregible por una educación vial adecuada es correr por los carriles que corresponden, trasladándonos de uno a otro con las previsiones de lugar. Los dominicanos no marchamos por carriles, sino que, inadvertidamente, aún en las ciudades, ocupamos un carril u otro en olvido de las normas de la ley y de la lógica. Quizá por ello, en ocasiones ocupamos las rutas contrarias. En vías rectas la ocupación de un carril a contravía carece de importancia. Puede observarse la marcha de los que ocupan en forma correcta la carretera o la calle. En curvas, empero, resulta fatal.

Desconocemos las causas de este doloroso accidente. Las autoridades están en el deber de volver carreteras de vida los caminos que ahora son espacio de sofocones y, de vez en vez, de muertes.

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