Vidas paralelas

Vidas paralelas <BR>

SEGUNDO IMBERT BRUGAL
Ya que todos sabemos lo que sucede y lo que no sucede, el por qué de nuestro subdesarrollo, que viste de domingo con detalles de Luis Vuiton, la pregunta que inquieta a todos es la del trágico contraste entre lo que conocemos y lo que hacemos. O sea, que del dicho al hecho sigue habiendo demasiado trecho. Encrucijada paralizante que debemos tratar de desentrañar. Se habla y no se hace, se hace y no se dice.

Estoy alejado de la dinámica social de nuestro país, no estoy envuelto en los intercambios personales, grupales, financieros, partidarios o políticos  en la más amplia acepción de la palabra, de la cotidianidad dominicana. Pero la escruto con interés a través de la lectura de los diarios, de sus articulistas independientes, dependientes y pendientes, del intercambio con familiares y amigos de múltiples profesiones y oficios.

 Trato de entender con la objetividad del que no está, del apartado. De aquellos a los que la distancia nos otorga una tregua en la pasión del análisis. Creo haber verificado un fenómeno, ya intuido de antaño, que desde el fragor denso, frustrante, inacabable y aparentemente improductivo del debate nacional  que no es tal debate como trataremos de explicar más adelante, es difícil de percibir: la inexistencia de la idea del otro.

Comenzando los setenta fui invitado a una «mesa redonda» que tendría lugar en la entonces «avant garde» y excepcional librería de los hermanos Brea Franco, calle Doctor Delgado esquina Santiago. Concluido el evento, un fiasco a mi entender, deduje lo que hoy vuelvo a deducir: que nuestra cultura no es de «mesa redonda» sino de «mesa cuadrada».

En aquel evento nadie escuchaba a nadie, pero todos querían ser escuchados y escucharse. Cada cual era un poseso de sus ideas y de sus convicciones; un fanático de sí mismo, intolerante y desinteresado del parecer ajeno. Hoy nos aqueja la misma incapacidad.

Cuando nos desgarramos las vestiduras y nos damos en la cabeza tratando de entender por qué entre nosotros no existe diálogo, no se debate, no se acepta la crítica, o se recibe ésta como un escopetazo a nuestra persona, como una herida narcisista, que tampoco está tan muerto el psicoanálisis como para no usar sus acertados términos, encontraremos al menos una de las respuestas a la imposibilidad de percibir el discurso ajeno. Carencia ancestral en las sociedades primitivas.

Cada cual, fanático de sí mismo, de sus ideas, de sus intereses y de sus compromisos, dispone de menos espacio cerebral para procesar las premisas que llegan de más allá de su entorno. No es que no se quiera escuchar; es que no se puede. Se escuchan a sí mismos y a «los suyos». A los otros, no.

El cerebro, computadora biológica, tiene un límite en su capacidad de procesamiento. Cuando su disco duro esta copado no admite más información. Veamos un ejemplo.

La productividad del funcionario dominicano es lastimosamente baja, como lo demuestra la relación entre lo que potencialmente pueden hacer y lo que hacen. Nada raro, si tomamos en cuenta que en la faena diaria el 30% de su tiempo lo utilizan para la política; 30% para los negocios que les facilita el cargo; 20% para «ocuparse de su gente» y el restante 20% para las funciones que le competen. Así las cosas, el rendimiento, la productividad, no pueden nunca ser mayores de un 20%, en el mejor de los casos.

De la misma forma, y de ahí el paradigma, un cerebro atolondrado con tantas y diversas preocupaciones no puede, ni quiere, ni tiene la capacidad de acomodar, muchos menos de dilucidar, críticas. No le interesa el intercambio de ideas porque lo distrae de lo suyo. Lo suyo, y lo de los suyos, ocupan la casi totalidad de los giga bites, por así decirlo, de sus neuronas.

Y así cada uno, empresarios, políticos, intelectuales, comerciantes, militares, religiosos, artistas, sindicalistas y demás miembros del colectivo, viven, como el título de aquella obra de Plutarco, vidas paralelas.

Desde adentro, en la bulla del diario discutir, protestar y demandar parece que conversamos. Desde la distancia, el fenómeno es claro: las ideas de los demás sólo existen en tanto en cuanto se parezcan a las mías. «Antón, Antón pirulero, cada cual atiende su juego…».

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