Vino “bautizado”

Vino “bautizado”

POR CAIUS APICIUS 
MADRID, EFE.- Uno de los sambenitos con los que han cargado a lo largo de la historia los taberneros y, en general, todos quienes vendían o elaboraban vino era el de ‘bautizarlo’, es decir, mezclarlo con agua.

Es un tema recurrente en la literatura española, y no sólo en la picaresca. Quevedo arremetía contra los taberneros -la verdad es que Quevedo no tenía en buen concepto a casi ningún gremio- por muchas razones, entre ellas la de aguar el vino; y Lope dejó escrito aquello de “si bebo vino aguado / berros me nacerán en el costado”.

Hay que reconocer que, en la sabiduría popular, el agua no tiene demasiada buena fama. Decimos que nos aguan la fiesta, por ejemplo, cuando nos la estropean; una mala noticia es “un jarro de agua fría”, e incluso eso de “algo tendrá el agua cuando la bendicen” hay que tomarlo en sentido peyorativo y no laudatorio.

Recuerdo que en mis cada vez más lejanos tiempos de monaguillo solíamos comentar qué sacerdotes aguaban más o menos el vino en el Ofertorio… porque al vino de misa se le pone agua, faltaba más. Pero esa práctica litúrgica no está nada bien vista en la vida seglar.

Sucede que hay muchas formas de aguar el vino, y una de ellas es tratar de beber vino con una serie de alimentos que son más que nada agua. Verán, no deja de tener sus partidarios el melón al Oporto; pues, la verdad, gastronómicamente deberíamos considerarlo un disparate: el melón es casi todo agua, y lo que estamos haciendo al combinarlo con Oporto es aguar ese maravilloso vino portugués.

Es posible que un melón medianejo salga ganando con el añadido de un poco de vino de Oporto, pero lo que es seguro es que ese vino sale perdiendo, y mucho.

Otro caso de incompatibilidad, aunque no sea sólo acuática, es el de los espárragos: no hay vino que los soporte. Entre otras cosas, porque su contenido en agua es altísimo. Lo cierto es que, en general, es muy difícil combinar las verduras con un vino, sean de hoja, como las acelgas o las espinacas, sean de otro tipo, como los espárragos o las alcachofas.

Lo de las alcachofas es espectacular: la mezcla del sabor del alcaucil con cualquier vino, blanco o tinto, acaba resultando en un sabor metálico en la boca, nada agradable. Mejor no beber nada con ellas o, si acaso, limpiarse la boca con un poco de agua fresca y seguir después con el vino elegido para el resto de la comida.

Otra combinación casi imposible es la del vino con alimentos aliñados con vinagre, como la mayoría de las ensaladas. El vinagre, después de todo, no es más que un vino en estado de cadáver, y no resulta nada conveniente mezclarlo con otro que está bien vivito y coleando: lo estropea, o estropea esa sensación que buscamos en un buen vino.

“Comer sin vino, comer mezquino”, decía un refrán del siglo de oro español. Ciertamente, nada hay mejor que el vino para acompañar la comida; pero eso no impide que haya cosas que no se llevan nada bien con la más noble de las bebidas. Y no es cuestión de normas, ni de gustos: es que no hay manera de acoplar lo sólido con lo líquido.

Así que ya lo saben los amantes de las dietas drásticas a base de lechuga: el vino está proscrito. Y, en este caso, no sólo por la tiranía médica, sino, sobre todo, porque no hay vino que soporte a una lechuga. Hay cosas que no pueden ser.

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