Al menos dos oficiales de cuerpos armados, un abogado y dos jóvenes evangélicos murieron en los últimos días a manos de pistoleros en barrios de Santo Domingo; además de ocurrir otras dos muertes de supuestos autores perseguidos por la Policía. Hechos sangrientos cuyo impacto va más allá de las familias enlutadas y de los entornos de las víctimas baleadas en circunstancias y espacios urbanos que son comunes a los miembros de esta sociedad llamada a solidarizarse con la desgracia de sus semejantes. Conducida también a temer que la falta de control sobre la criminalidad extienda riesgos ilimitadamente. He ahí la importancia crucial de que una institución del orden reformada y efectiva aseste severos golpes a los apandillamientos delictivos de los que dan razón las propias autoridades cuando atribuyen frecuentes actuaciones a asociaciones de malhechores pasando a un segundo plano el bandolero solitario.
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La inclinación a matar se anida también en la colectividad como violencia social que en ocasiones se equipara en sus consecuencias a las que causan las carreras criminales en un país en el que una de cada tres personas justifica agredir a la mujer por sospecha de infidelidad y que presenta uno de los más altos índices de feminicidios en la región. Endurecer la ley contra desenfrenos conductuales e inducir colectivamente el respeto a la vida como algo sagrado desde las escuelas y mediante amplias campañas institucionales serviría para avanzar contra esos males.