Violencia y fantasías de modernidad

Violencia y fantasías de modernidad

 Si lo miramos bien, la violencia es el signo de toda modernidad.    Moderno es lo perteneciente o relativo al tiempo de quien habla, o a una época reciente. Así lo define limpiamente nuestro diccionario oficial de la lengua española y, sin remedio, los correspondientes a otros idiomas.

   Siempre me ha fastidiado el excesivo respeto, reverencia y aceptación que se otorga a “lo moderno”, como si se tratase necesariamente de lo mejor, de lo que significa avance por buen y correcto camino.

   Existen, indudablemente, modernidades que constituyen avances. Pero no todas, no siempre y no totalmente, porque suele persistir la vigencia de un ingrediente maligno que cambia de forma, de expresión, pero no de esencia.

  La gran revolución Francesa de 1789 contra un sistema que entonces encabezaba  Louis XVI –que ni lo creó ni fue el peor del modelo monárquico- ¿no se convirtió en un enloquecido río de sangre en aras de un modernismo revolucionario que proponía y ofrecía la bandera de la “Libertad, igualdad, fraternidad”? ¿No sobrevino una crueldad terrorífica e injusta, contra estos herederos de viejos sistemas, crueldad que el médico monsieur Guillotin trató de acortar mediante un aparato que decapitaba de un golpe infalible y veloz?

   Los pueblos enloquecen. Son volubles y olvidadizos. Al parecer sólo les entusiasman los cambios y las violencias requeridas para ejercer el derecho a una nueva modernidad.

   Durante mis tiempos en la Alemania post-nazi, en un país con tan enorme tradición cultural y sensitiva,  no podía comprender cómo un número de estos sensitivos amigos nuevos que había hecho, llevaron a cabo el holocausto, y ocultaban una sonrisa de satisfacción al referirse al ejército nazi en años de triunfo. Es que el triunfo da la razón. Decían los latinos: “Vincit omnia véritas” o en la efectividad de los “campos de exterminio de razas inferiores”.

   En cierta ocasión mi padre le preguntó al distinguido compositor y primer director de la Sinfónica Nacional, Enrique Casal Chapí, quien había pasado años en Alemania: Dígame, maestro,  ¿Qué tienen que ver los alemanes con  Beethoven, con Schubert… con sus sensibles seres humanos?

  Chapí respondió: “Lo mismo que tiene que ver un cable eléctrico con la electricidad”.

   Es una respuesta para pensarla.

   ¿Somos medios de transmisión de energías ajenas, que se adueñan de uno en tiempos de incertidumbres, cuando ya no somos capaces de razonar, y el bien y el mal se enredan de tal modo inextricable que penetramos en un limbo de confusiones?

   Nuestras reverencias a lo moderno (que raramente lo es) nos han hecho perder el buen sentido. En política es siempre la misma historia. Ofertas. Ofertas. Ofertas.

   Pocas de ellas, cumplibles.

   Pero las violencias populares, como las que estamos viviendo en el país con asesinatos de a diario, especialmente a mujeres, se ensanchan y crecen en sadismo. Digo se ensanchan porque ya abarcan ejecutores juveniles y las motivaciones son cada vez más débiles.

   Existe una violencia creciente, arropada en fantasías de modernidad.

   ¿Libertad e igualdad para matar?

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