¡Viva la tortura!

¡Viva la tortura!

La muerte de Osama Bin Laden ha reavivado la polémica acerca de la legitimidad y utilidad del uso de la tortura para extraer información relevante en la lucha contra el gran mal del terrorismo.

El director de la CIA, próximo Secretario de Defensa de los Estados Unidos de América, Leon Panetta, ha justificado la tortura y antiguos funcionarios del anterior Gobierno del presidente republicano George W. Bush han reinvidicado la política de las conocidas como “técnicas de interrogatorio mejoradas”, como el “waterboarding” o ahogamiento simulado, para obtener información de los detenidos. Algunos, sin embargo, entienden que la tortura es inefectiva, como lo demuestra el hecho de que dos prisioneros que sufrieron en sus carnes las técnicas más agresivas –como es el caso de Khalid Shaikh Mohammed, al que se le sometió a waterboarding unas 183 veces- mintió y confundió a la inteligencia norteamericana sobre la identidad del hombre de confianza del líder de Al Qaeda.

 Pero observemos el grado de degradación y obscenidad en que hemos caído en los últimos 10 años a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Se discute abiertamente sobre la tortura sin el menor rubor. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo se ha podido perder la memoria de los atropellos que desde la Inquisición hasta Hitler, desde Trujillo hasta Pinochet, han justificado la prohibición absoluta de la tortura?

 La respuesta más lúcida a estas preguntas nos la da el filósofo esloveno Slavoj Zizek: “La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba ‘el espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de las costumbres’, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura. Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea”.

Lo más penoso es que quienes se supone guardianes de la legalidad y el Estado de Derecho, como es el caso de los juristas, hacen malabares argumentativos con tal de justificar lo injustificable. Sólo hay que leer las monografías del apropiadamente denominado “Derecho Penal del enemigo” para darnos cuenta que la ciencia jurídico-penal ha llegado recientemente a unos extremos similares a los que alcanzó en la época de la Alemania nazi. Lo interesante es que nadie critica a los abogados que justifican la tortura, a pesar de su prohibición expresa en las constituciones nacionales y en los instrumentos internacionales de derechos humanos.

¿Ocurriría lo mismo si un médico justifica en la actualidad la eutanasia, la eliminación de los miembros de razas inferiores y de los homosexuales, como lo hizo Salvador Allende, en su tesis doctoral, recibiendo incluso la desaprobación de la comunidad médica chilena de los años 30, como revela el filósofo chileno Víctor Farías? Entendemos que ningún médico, en su sano juicio, se atrevería a hablar de estos temas con el desparpajo con que hoy se habla en los medios de la tortura.

Hoy el recurso a la tortura -nunca legítima, siempre condenable- se pretende cínicamente elevar a principio universal, con lo que se ignora adrede que la dignidad humana, aun de los seres humanos más despreciables e indeseables, es un valor irrenunciable de nuestra civilización.

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