Vivencias, (3)

Vivencias, (3)

Ahora bien, el problema es si hacemos historia para ser conocidos. Si ese hubiera sido el objetivo me hubiese dedicado a ser actor de cine… Duby puede hacer lo que quiera pero al final Rodolfo Valentino es más conocido, Gardel también… Es absurdo comenzar una actividad intelectual para ser estrella, solo los historiadores lo hacen o algunos epistemólogos, y esto demuestra que están en crisis… No hay ningún biólogo que quiera ser vedette, entonces algo pasa, significa que hicieron una profesión equivocada. Esta profesión que exige miles de horas de investigación en archivos, un trabajo oscuro y paciente en las bibliotecas, es una elección que se concilia mal con el estrellato… Ruggiero Romano [1]

Así era Ruggiero Romano: ácido, crítico con el mundo y duro con sus adversarios. No le importaba quedarse solo por defender una idea. No tenía miramientos con los seudo-intelectuales que se aprendían unas ideas y la repetían en foros tras foros sin profundizar ni cuestionarse.

En el mes de octubre de 1985 entregué al profesor Ruggiero Romano, mi temido y amado director de tesis, el borrador final del requisito exigido para examinarme y obtener el doctorado en historia. Era voluminoso. Escrito a dos espacios en francés en una máquina Olivetti mecánica. El profesor abrió la puerta de su viejo y señorial apartamento del Boulevard Raspail en el centro de París. Me pidió que me sentara. Lo hice con timidez y temor. Examinó el documento en silencio. Después de unos minutos, que se hicieron interminables, me dijo que le diera una semana para revisarlo. Me citó para los siete días siguientes. Llegué puntual a la nueva cita. Me dijo que el trabajo estaba muy bien. Que estaba en condición de ser presentado a un jurado mixto. Debía entonces reproducir el material y entregarlo a la secretaría de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.

Habían transcurrido casi cinco años desde que lo conocí en esa misma casa y en ese mismo sillón. No lo conocía. Me habían hablado de él. Había venido varias veces al país. Rubén Silié fue uno de sus discípulos más amados, llegando incluso a ser grandes amigos. Durante ese tiempo, con excepción del año que pasé en el Archivo General de la Nación, iba religiosamente cada lunes en la mañana para escuchar sus conferencias magistrales. Era como un pastor con sus discípulos. A esa cita acudíamos no solo los que iniciaban sus cursos doctorales, sino todos los que trabajábamos bajo su dirección. Las discusiones que se producían eran interesantísimas. Preparaba sus clases. Trataba siempre algún tema que estuviera investigando y nosotros éramos los primeros en escuchar sus conclusiones. Luego las pulía y publicaba en diversas revistas o libros editados en todo el mundo, especialmente de América Latina.
La devoción que nos provocaba Romano era inmensa. A veces acudían historiadores que habían terminado sus tesis y eran profesores invitados a la Escuela. En una oportunidad Romano tuvo que salir por un mes para participar en varios encuentros, y buscó al peruano Manuel Burga para que lo sustituyera. Habíamos discípulos de toda Europa, pero muy especialmente de América Latina. Desde México hasta Argentina, pasando por Perú, Chile, Bolivia, Nicaragua, Costa Rica, Brasil y República Dominicana. Después de las sesiones que ocupaban toda la mañana del mágico lunes, sus discípulos nos dirigíamos a un café donde se improvisaba una tertulia en la que todos hablábamos y expresábamos nuestras consideraciones sobre la conferencia de Romano.

El 12 de noviembre de 1985 fue el día señalado. En esa época no existían los recursos tecnológicos. Debía confiar en mi verbo (¡en francés!) para convencer a los profesores de la calidad de mi trabajo. Ensayé tanto que me sabía el texto de memoria. A las 4:00 p.m. se inició la presentación. Expuse. Me hicieron preguntas. Contesté lo mejor que pude. Después me pidieron que saliera para deliberar. Me evaluaron bien. Obtuve una calificación de «Tres bien». Salí orgullosa de mi hazaña. En diciembre de ese año regresé al país.

Me despedí del Profesor Romano con la esperanza de verlo nuevamente. Prometimos escribirnos. Cuando se publicaron mis dos primeros libros «Ulises Heureaux. Biografía de un dictador» que fue mi tesis doctoral; y luego «Buenaventura Báez. El caudillo del sur» se los envié. Acusaba recibo de los textos y me escribía hermosas cartas en francés escritas con su puño y letra. Conservo esas cartas como si fueran tesoros.

Lo volví a ver en el año 1997, 13 años después, cuando regresé a París para acompañar a Rafael. Me invitó a almorzar con él. Me di cuenta que el miedo que me producía su presencia no había desaparecido. Sin embargo, hice un esfuerzo y hablamos mucho. Una de las cosas que me dijo es que estaba seguro de que la historia era mi vida, que lo más importante era que tenía disciplina y trabajaba mucho, dos cualidades que me permitirían abrirme paso en el difícil mundo de la historia. Salí feliz de ese encuentro.
Nos volvimos a ver en noviembre del año 1998. Un grupo de instituciones mexicanas (El Colegio de México, El Colegio de Michoacán, el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora, El Centro de Estudios Históricos de Condumex, la Universidad Autónoma de México y la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalaba le organizaron un hermoso, emotivo y sencillo homenaje al gran historiador.

Invitaron a todos sus alumnos. Llegamos más de 100 discípulos del legendario profesor Romano a Ciudad México. Durante tres días sus discípulos planteamos cómo había influido en nuestras vidas académicas. Romano cumplía 75 años y aprovechando esa significativa edad, nos reunimos para agradecerle. Las ponencias se sucedieron una tras otra. Romano estaba feliz. Se sentía como pez en el agua. Durante las tertulias informales hacía anécdotas y hablaba y reía, y hablaba de nuevo. Fue hermoso volver a encontrar a compañeros de aventura. Ruggiero Romano murió cuatro años después a los 79 años.

Este año 2015 es significativo en mi vida. Como he dicho, cumplí hace casi un mes mis 60 años. Una oportunidad única para detenerme, pensar, reflexionar y recordar las experiencias importantes que marcaron mi existencia. Y, sin duda alguna esos cinco años al lado de Ruggiero Romano fueron esenciales. Hace treinta años que presenté mi tesis doctoral. Muchas cosas han ocurrido después de aquella tarde de otoño parisino. Todavía recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer, la ropa que tenía: una falda pantalón color kaki y una blusa blanca de lunares rojos, comprado especialmente para la ocasión.

Desde ese noviembre del año 1985, he escrito mucho: libros, artículos de periódicos y de revistas. Y, a pesar de no haberme detenido nunca, me doy cuenta que mientras más investigo, mayor es mi conciencia de que el universo del conocimiento es más que infinito. Y que llegaré al final de mis días sin poder cumplir con larguísima lista de pendientes. Pero lo más importante es la lección que me dio Ruggiero Romano: estar siempre inconforme con lo que hacemos. Indagar, preguntar, investigar y buscar respuestas. No aceptar como válido las afirmaciones y conclusiones que han llegado otros. Y sobre todo a respetar el trabajo intelectual serio y tesonero. En fin, este hombre brillante, terco, crítico y de muy mal genio me marcó para siempre. Y hoy, aún cuando ya no pueda decírselo de forma personal, no puedo dejar de agradecerle todo lo que hizo por una importante generación de historiadores en América Latina.

[1] Diana Quattrocchi de Woisson, Entrevista a Ruggiero Romano, Revista TODO ES HISTORIA , N° 251, mayo de 1988.

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