Vivir con devaluación e inflación

Vivir con devaluación e inflación

Hace un par de meses cuando el empleado de la gasolinera llenó el tanque de mi auto, la bomba marcaba mil ochocientos pesos, una cifra redonda, buena para pagar sin buscarle ningún completivo. Pero yo le rogué que tratara de llevarlo hasta mil ochocientos cincuenta.

Cuando se completó mi deseo, me sentí algo eufórico y le conté a él y a todo el que pude, que al fin había gastado en gasolina lo mismo que me costó mi primer automóvil, el Fiat 1,100 de un cuarto de uso que compré en 1969, el mismo que tuvo el infortunio de volar en pedazos la madrugada del 19 de marzo de 1970. Aún espero que la Policía Nacional investigue y me diga por qué, sino quién lo hizo.

Esta semana cuando el auto regresó del taller de reparaciones, volvió con una factura de 41 mil 842 pesos, y no pude reprimir el recuerdo de que en 1980 yo había comprado un Honda Cívic por 5 mil 800 pesos, «sacado de la caja». Con lo que me costó ahora el cambio del alternador y reparaciones eléctricas, hubiese podido comprar 7 de aquellos carritos japoneses.

Pensando en una próxima expresión de la devaluación inflación hube de recordar aquel taxista de Lima, que se apostaba frente al vetusto Hotel Bolívar con su carro Ford de los años 40, una verdadera reliquia sobre ruedas que alguna vez tomamos en alquiler, corriendo la mitad de los 80, para escuchar a su orgulloso conductor contar que le costó menos «soles» que lo que tenía que pagar entonces por galón de gasolina.

La devaluación inflación no es fenómeno solo de los países fuñidos. Cada vez que vuelvo a Madrid tengo que recordar que la primera vez que lo hice en 1968 uno podía darse una opípara cena de mariscos y pescados, con paellas y copas de vino incluidas, por la tremenda suma de dos dólares, en restaurantes de 3 y 4 estrellas.

Hace 38 años cuando visité Miami por primera, en camino a mis estudios de México, me surtí de ropa y zapatos, incluyendo un traje y sweter y chamarra para el frío mexicano por la grandiosa suma de 100 dólares.

Pero donde ví caer todos los parámetros de la devaluación inflación fue en Bolivia en el año 1985. El peso volaba tan bajito, a centenares de miles por dólar, que los billetes no se contaban. En bancos y casas de cambio los tenían en fajos sellados que todo el mundo aceptaba por la cantidad que marcaban. Pero una cena en la Paz mortificaba a cualquiera incauto visitante, porque salía por millones de pesos.

A lo largo de estos años he recordado con frecuencia las historias infantiles que escuchaba de mi madre, dándonos cuenta de cómo «en su época», o sea a comienzos del siglo pasado, compraban la carne a 3 centavos la libra y la docena de aguacates por una mota, que era algo así como medio centavo. Siempre nos reímos de la «capacidad de fabulación» que tenía mamá, que «siempre pretendía vivir de los recuerdos, anclada en un pasado de historias mágicas».

Por eso ni se me ocurre contarle a mis hijos que llegué a comprar los aguacates a chele, de los mismos tamaños de los que ahora nos cobran 20 pesos, es decir 2000 mil veces más. Las historias que escuchábamos en los años 50 se quedan cortas, muy cortas. Entonces comprábamos la libra de arroz a cuatro y cinco centavos, es decir 400 veces menos que lo que nos cuesta ahora.

Para la mayoría de la población, el problema de la devaluación inflación es bien difícil de comprender. Mamá todavía se queja del alza del costo del servicio telefónico, enfatizando que «hace unos años», es decir en los 60, ella hablaba hasta el cansancio por 6.50 al mes.

Y no la convenzo del todo cuando le recuerdo que para entonces todo el país y sus hijos eran más pobres. Entonces el salario mínimo andaba por los 60 pesos, es decir como 80 veces menos que ahora.

El corolario es que tendremos que hacer un esfuerzo para aprender a vivir con la devaluación e inflación que en estos meses recientes tanto ha reducido nuestros niveles de compra. Luchando eso sí, por revaluar nuestros ingresos, sin hacer demasiados cálculos ni disertar excesivamente sobre lo que nos costaba la vida hace un par de años, porque insistir en ello podría devaluarnos hasta la vida.

Tendremos que resignarnos a pensar que precios más bajos no significa necesariamente mejor nivel de vida. Lo que tenemos es que indexar la inflación para volver a comenzar el crecimiento. Y olvidarnos de cuando el peso estaba a la par del dólar. A menos que cuando el peso llegue al 100 por uno hagamos como en Perú o Argentina, que le cambiaron el nombre y emitieron una nueva moneda, eliminando los dos ceros para comenzar de nuevo. Una especie de borrón y cuenta nueva.

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