Vivir con el tiempo medido

Vivir con el tiempo medido

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
He paseado a mis anchas por la ciudad de Praga. Me siento como si hubiera perdido peso. No me he detenido a mirar los viejos edificios barrocos, ni obras de arte, ni librerías; solo he prestado atención a dos cosas: a las muchas personas que beben cerveza y al metrónomo enorme que han colocado sobre el pedestal de la demolida estatua de Stalin.

Por todas partes oigo decir la palabra «pivo», cerveza, cerveza, cerveza. ¿Miklós, sabias que San Adalberto, el primer obispo checo, prohibió que se fabricara cerveza en un convento benedictino, consagrado por él, en el año 993? ¡Lo prohibió bajo pena de excomunión! Ningún monje podía cocer lúpulo dentro del convento. Pero lo compraban fuera para deleitarse y embriagarse con el «pan líquido». Aquí, en Praga, nadie podría hoy complacer a San Adalberto – ¡Por Dios, Panonia, no digas tonterías! ¿Para eso has venido a esta ciudad? – No sólo para eso, Miklós, pero me ha hecho un efecto tremendo ver el metrónomo justo en el lugar donde volaron la estatua de «Stalin dirigiendo al pueblo». El antiguo reloj astronómico de la ciudad vieja lo percibo como contraparte del metrónomo del Parque Letná. Se empezó a medir otra época, un nuevo tiempo para todos los checos. ¡El metrónomo fue construido hace casi dos años! Marca los compases de una vida distinta de la anterior.

– Panonia, Praga es una ciudad que la gente asocia con la música; tal vez estas creencias hayan influido en tu ánimo. – Nada de eso; lo que me pasa es que relaciono el extraño monumento con la política, con la historia reciente de este país. Todavía no han transcurrido cuatro años desde la Revolución de Terciopelo. Quince mil personas, reunidas en el aniversario de la muerte de un estudiante, fueron suficientes para desatar un cambio radical en las vidas de varios millones de personas. Los alemanes mataron a Jan Opletal; el recuerdo de esa muerte convocó a los checos; les impulso a desafiar los boinas rojas y a librarse de la opresión política. De ahí en adelante se compuso otra partitura para la historia de Bohemia. Pero también he pensado en mi misma, en mi propia vida, en el ritmo de lo que he hecho hasta ahora. Necesito medir el tiempo de mi vida. ¡Tal vez me convenga someterme a un régimen musical!

– Por favor, Panonia, toma la cerveza; quiero verte alegre y achispada, como esos praguenses que describiste hace un momento. – Beberé, Miklós, pero lentamente; no quiero engordar con este «pan líquido» que huele tan bien. A la calle corta donde residía en Hamburgo le llamaban Calle del Aburrimiento. La señora dueña del apartamento, y también de otras dos casas contiguas, le puso ese nombre a la callecita. Ella engañaba al marido por puro aburrimiento. Un día confesó a su vecina que su marido era mucho mas viril que todos sus amantes. El tedio puede matar hasta las relaciones más afortunadas. Tal vez sea cierto que el hastío es la fuente del mal. – ¡Panonia, no quiero que te pongas demasiado filosófica! ¡Prueba la cerveza, acaban de abrir la barrica!

– Otra cosa, Miklós, el hotel donde estoy no me gusta; está lleno de vendedores mal educados; de las bocas de esos tipos sólo salen groserías. -¡Sabía que ibas a sentirte así! Estaba seguro de que no tardarías en hablar de ese asunto. Yo tampoco me siento bien en el hotel en que me alojo. Hace unos días Ignaz me dijo que quería mudarse a otro apartamento en la misma calle Krasnohorsky donde vive. Tu siempre has preferido alquilar apartamentos pequeños, como el de la señora Ferenczy en Budapest; y en Hamburgo hacías igual. – Es que los hoteles resultan a la postre más caros y menos confortables. – Tal vez podamos alquilar el apartamento que dejará Ignaz. – Tengo una recomendación de la casa editora de Hamburgo para una empresa de Praga. Todavía no he visitado a esa gente. Hay que tener trabajo estable; ya lo sabes, te lo he dicho muchas veces, el trabajo independiente es la base de «la pequeña dignidad económica». Te libra de las humillaciones, de los fantasmas del ocio, de las maldades de los políticos. Creo que tu debes trabajar; tus padres son cariñosos, solidarios y responsables; es obvio que te aman. Tu hablas bien el alemán; conoces la literatura inglesa mucho mejor que tus compañeros de clase. ¿Quieres que te presente a los editores de aquí? Les llevaré la carta de Hamburgo pasado mañana.

– La próxima vez que veamos a Ignaz quiero darle las gracias, cara a cara, por haber entregado los papeles a Ladislao. Pensé que no era apropiado hacerlo en presencia del químico y de su compañera. Él mantuvo nuestras relaciones vivas; contigo, con Ladislao, conmigo. Su compañía te hizo un gran bien cuando te libraste de la policía. Ya cumplí mis deberes con Ladislao Ubrique. Si él prefiere quedarse a vivir en una isla del Caribe, en un Estado policial, rodeado de gente estragada, es algo de lamentar. Pero es su decisión. Es penoso que un talento tan grande se disuelva por falta de carácter. – ¿Escribiste ya la carta a Ladislao? – Sí, la envié antes de salir de Hamburgo. Es hora de que empieces a medir los compases de tu vida. Echa a andar tu propio metrónomo; no seas carga ni angustia para tus padres. Deja atrás algunas cosas dolorosas de Hungría. Siempre acudirán a tu mente unos cuantos monstruos del pasado; lo esencial es que no se adueñen de tu persona. Sí, Miklós, me gustaría instalarme en un apartamento del centro de la ciudad. Podríamos compartir los gastos. Panonia y Miklós permanecieron silenciosos mirando pasar los transeúntes por la avenida. Desde sus asientos al aire libre les pareció que las ropas de los que pasaban tenían colores más alegres e intensos. Praga, República Checa, 1993.

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