Vivir en el bipartidismo

Vivir en el bipartidismo

Los expertos parecen concordar en una tendencia, al parecer indetenible, de nuestro sistema político: el giro hacia el bipartidismo. Esta tendencia fue evidente con el colapso del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) en las elecciones de 2008 y todo indica que será confirmada en las elecciones del 16 de mayo.

El pacto para la reforma constitucional entre el Presidente Leonel Fernández y Miguel Vargas vino a simbolizar este bipartidismo y, lo que no es menos importante, la posibilidad de que los dos principales partidos, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), pudiesen acordar elementos mínimos de una agenda político-institucional nacional.

El fortalecimiento del liderazgo de Vargas, al interior del PRD, evidencia el deseo mayoritario de los perredeístas de que su partido se erija simultáneamente en un adversario político serio y en un socio confiable para la implementación de una agenda-nación. Contrario a la opinión de algunos, este liderazgo se consolidará aún más tras las próximas elecciones, en donde, en el peor de los casos, el PRD, aunque el PLD mantenga el control de las dos cámaras legislativas, aumentará el número de legisladores y crecerá considerablemente en los polos electorales urbanos, claves para un triunfo en las elecciones de 2012.

La reforma constitucional de 2010 favorece el bipartidismo pues, al tiempo que se concede a la segunda mayoría legislativa dos puestos en el Consejo Nacional de la Magistratura –conquista atribuible a la persistencia de Vargas al suscribir el pacto con el Presidente Fernández-, consagra un catálogo de leyes orgánicas en materias clave, lo que significa que un amplísimo conjunto de leyes no puede aprobarse si no es con el voto favorable de las dos terceras partes de los legisladores presentes en ambas cámaras.   

 Es cierto que, en teoría, el bipartidismo es entendido como menos democrático y más excluyente de las minorías que el multipartidismo. Todo ello sin olvidar que un sistema político estructurado alrededor de dos partidos sin grandes diferencias ideológicas, como es el caso del PLD y el PRD, hace menos interesante y dinámico el debate político para los electores.

 Lo anterior no significa, sin embargo, que el multipartidismo es necesariamente beneficioso. Como demuestra el caso italiano, éste no siempre fomenta más democracia y, lo que es peor, promueve la inestabilidad política. En lo que respecta a las minorías, España es un buen ejemplo de cómo es posible que los partidos minoritarios puedan influir en la política, a pesar de que solo dos partidos tienen posibilidad real de alcanzar el poder. En cuanto a la añorada polarización ideológica, ésta tiene como consecuencia disminuir las posibilidades de que los partidos perfeccionen acuerdos que posibiliten la gobernabilidad.

 Pero el bipartidismo no las tiene todas consigo. El mismo está amenazado por el hecho, harto evidente en la presente campaña electoral, de que gran parte de la ciudadanía se muestra absolutamente apática frente a los partidos tradicionales, lo cual implica no solo la tradicional alta abstención de las elecciones de medio término, sino la probabilidad de que emerjan en el futuro nuevos partidos que cuestionen la hegemonía del PLD y del PRD y que cosechen una militancia fervorosa en la clase media, los jóvenes y el sector profesional, a través de las nuevas causas sociales (mujeres, anti-corrupción, ecología, etc.) y las redes sociales del internet, todas descuidadas en una campaña en donde los partidos lamentablemente se han limitado a cultivar el entusiasmo de sus propios seguidores. 

 Vivir en el bipartidismo implica reconocer que, en un sistema clientelar como el dominicano, los problemas de la democracia no se resuelven necesariamente con más democracia, por lo menos representativa, pues ésta exacerba precisamente los rasgos clientelistas del sistema. Si la sociedad no quiere ser avasallada por unos poderes políticos, que mal que bien emanan del pueblo, se requiere entonces, aparte de la activación de los mecanismos de participación popular directa, un efectivo sistema de frenos y contrapesos, órganos extrapoderes como la Cámara de Cuentas, el Defensor del Pueblo y el Tribunal Constitucional, adecuada fiscalización congresual, una justicia independiente y eficiente, y, sobre todo, un Estado Social ordenado jurídicamente, en donde las prestaciones sociales no estén supeditadas a la arbitraria lógica mercantilista del clientelismo.

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