Vivir en la ficción

Vivir en la ficción

La peor palabra del idioma

En un programa de televisión, de ciencias, me enteré de que es posible vivir en varias dimensiones. Este es un tema muy complejo y no tengo la formación para entrar en detalles, hacer alegatos y sacar conclusiones. Pero a partir de haber visto aquel programa me he puesto a meditar en torno a lo que acontece conmigo. Y lo que me ocurre, imagino, debe sucederle a la mayoría de los escritores. Esto es, vivir en la ficción. La ficción tiene más fuerza evasiva que la cocaína, la morfina, la marihuana, el crack, el LSD o que cualquier tipo de alucinógeno.

Mario Vargas Llosa afirma que los escritores inventan nuevos mundos porque no se sienten cómodos, confortables en el que les ha tocado vivir. Y esto, por supuesto, tiene mucho que ver con la realidad.

En el idioma no hay palabra más hediona que realidad, por dondequiera que se mire. Por suerte, existe otra que se le contrapone, que la aniquila: Ficción.

Estoy concentrado escribiendo. Suena mi celular. Es mi mujer. Está en la calle y me pide que friegue los trastos sucios. Cierro el archivo. Voy a la cocina. Empiezo a restregar los platos. Enrique Vila-Matas dice que todo escritor termina siendo ama de casa. Siento un olor terrible. A pescado podrido. Pero no es a pescado realmente a lo que huele. Huele a realidad. Sigo en la faena, y de pronto viene la ficción y me rescata. He descubierto que las mejores ideas literarias me surgen mientras faeno en la cocina. El líquido quitagrasa me sirve de medio de trasporte y resbalo hacia las páginas de un libro de relatos que escribo. Hay una historia que me llama a gritos. Vamos en un autobús lleno de haitianos rumbo a la frontera. Un haitiano va desesperado. Migración acaba de apresarlo dos horas antes de que fuera a recoger a su mujer y sus tres hijos a la parada de guagua del Doce de Haina, procedentes de Haití. La angustia lo vapulea, le erosiona el alma. El autobús avanza. No sé cómo terminar el relato. No quiero usar un lenguaje con exclamaciones y adjetivos. No quiero que las palabras expresen aquel agudo dolor que lo abate. Quiero que el relato sea frío, tan frío como es el grupo de soldados que escolta a los repatriados. De repente creo que he encontrado el final apropiado. Lo escribo una y otra vez en mi memoria. Oigo la puerta de entrada que se abre, se cierra. Es mi mujer. Estoy de vuelta a la realidad. Ella examina mi labor doméstica. Huele los platos, le pasa los dedos y estos no rechinan. Hay reclamos. Además de escribir bien, también tengo que fregar bien.

 La calle

Ha llegado la hora, aciaga, de tomar la calle. Odio  las calles. Son parte de la realidad. Y más estas calles de Santo Domingo. Son un infinito instrumento de tortura. Son las dos de la tarde. El sol lanza sus ardientes diatribas sobre el asfalto. He traído a Isabella de regreso a casa.

Hace un calor que derrite hasta las ideas. He retomado la escritura. Ahora avanzo en otro relato. Me adentro en los territorios que domino a mi antojo. En ellos prevalece el clima que se me antoja. Usualmente hace calor. Llevo el calor a flor de dedos. Estamos en un bar de la Lincoln. Una mulata sueña que ese holandés que le frota las nalgas en medio de la pista se la llevará a Europa. Se ha ido la luz. El UPS empieza a pitar. Tengo dos minutos para apagar el computador. Lo apago. Otra vez de vuelta a la realidad. Pero de inmediato la esquivo. Tomo una novela que tengo a mitad de trama. Es La Partera, de Chris Bohjalian. Un autor poco conocido en este medio. De niña yo usaba la palabra vulva de la misma manera que algunos chicos dicen cola o pene, dice la narradora. Me gustan los escritores estadounidenses. Son grandes maestros de la novela. Para sustentar mi afirmación cito a Jonathan Franzen y su novela Libertad. O Tom Wolfe y su Hogueras de Vanidades o a Philip Roth y su Pastoral Americana. Avanzo en la lectura. Me llama mi mujer. Es hora de llevar a Isabella al Domínico. Tiene que aprender inglés. Si no, será una profesional con pocas oportunidadades. Suelto La Partera. Estoy de vuelta a la realidad.

Llueve. He tomado de nuevo la calle  y llueve. Me gusta la lluvia en cualquier circunstancia. Pero la prefiero en casa, mirándola caer desde mi balcón, con una novela entre mis manos y una cama que me espera como si fuera una amante ansiosa. Llego al malecón. Voy rumbo al Domínico. A pesar de la lluvia, que convierte a Santo Domingo en una Venecia sucia, sin góndolas ni enamorados, llego en poco tiempo. Tomo el paraguas. Dejo a Isabella. Entro en la biblioteca. Llevo un folder con una novela que corrijo por sexta vez. Qué duro es leer diez y hasta más veces lo que uno ha escrito. Cuántas dudas, cuántas cosas que uno quiere cambiar y no se atreve. Se cambian y luego se tiene la certeza de que como estaban antes era mejor.

Me siento en una mesa desierta. Alguien ha dejado un libro tirado. Es Benito Cereno; Billy Budd, marinero, de Herman Melville. Recuerdo que en casa tengo ese libro y nunca le he prestado atención. A pesar de que me he propuesto leer todo lo que escribió Melville. Esto a raíz de haber leído Bartleby, el copista. Eso tienen algunos textos: que arrastran al lector hacia toda la obra de un autor. La mañana era propia del litoral aquel. Todo estaba mudo y en calma; todo era gris. El mar, aunque lo ondulaban dilatados pliegues de olas, producía la impresión de fijeza, y su alisada superficie parecía como plomo enfriado y sedimentado en el molde del fundidor.  Leo un rato y luego suelto a Melville. Me espera la tarea más dolorosa en este oficio de la ficción: la de ejercer de cirujano, despiadado cirujano de uno mismo: debo cortar las masas colgantes, ripios, estupideces, incongruencias y demás tumores de que adolece todo texto, no importa que lo haya escrito un genio. Entro al quirófano. Tomo el bisturí, y tengo la impresión de que el paciente va a morir desangrado.

Son las seis. Isabella ha terminado su clase.  De regreso a casa, Isabella me pregunta por qué casi no hablo con ella. Siempre ando perdido en mi mundo. No es nada que tenga que ver contigo: tengo una enfermedad incurable, que se llama ficción, le digo. Ella no me entiende. No sé si les ocurre a otros escritores, pero siempre he tenido la impresión de que la ficción me ha salvado de una muerte prematura.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas