Grecia o las ciudades estado que conformaban ese pueblo tan singular que nos legara todo ese cúmulo de conocimiento y actitudes de lo que es hoy día la civilización occidental (y el mundo entero en esta aldea global), tales como la filosofía, las matemáticas, el razonamiento lógico o dialéctico, amén de llevar a la excelsitud todas las Bellas Artes: el teatro, la poesía épica, la arquitectura, la música, la escultura, etc., pervive además, por ser la inventora del sistema de gobierno más razonable que existe (o tal vez deberíamos decir que el menos irracional), un sistema al que llegó a referirse un grande como lo fue Winston Churchill, «como el peor de todos los sistemas… a excepción de todos los demás».
Y es que a este singular pueblo que tantos espíritus geniales engendró y cuyas voces aún resuenan conmoviéndonos por su profunda originalidad y belleza de pensamiento, como lo serían un Homero, Tales, Hipócrates, Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Arquímedes, Fidias, Sófocles, Pericles y muchísimos más, debemos agregarle la de Licurgo y Solón, a quienes la historia les acredita el mérito de la creación de este sistema que hoy día, en los albores del siglo XXI, es el modelo a seguir por todas las sociedades que aspiran a vivir en un marco de progreso y de libertades públicas e individuales, garantizando, de ejercerla dentro de un marco ético y racional prudente, el pleno desarrollo de todas las facultades que el individuo y la sociedad tiene como potencial.
Y si bien la institución democrártica es un derecho que se gana con no poco esfuerzo y sacrificios en base a una concertación de todos los estamentos de una sociedad equis, en donde debe primar la decisión libérrima y soberana de los ciudadanos de elegir a quienes guiarán sus destinos como conglomerado nacional, no es menos cierto que esa decisión es para mostrar también el disgusto absoluto hacia gestiones, como ha ocurrido recientemente aquí, que se han divorciado total y absolutamente de lo que son los intereses del pueblo, los antivalores que siempre están al acecho llevándolos por derroteros de más miseria, de más insalubridad de los ciudadanos, de crecimiento desmesurado de analfabetismo, de grosero peculado sin castigo, de traición a los valores patrios, pero por sobre todas las cosas, de la degradación moral más aberrante de la que se tenga noticia en la historia de este país (haciéndole méritos en mezquindad quizás a los vejámenes padecidos durante la tiranía trujillista), estado de cosas que entre la perplejidad y la justa indignación que estamos viviendo aún incrédulos en estos linderos, nos fuerza a usar ese derecho y votar para cambiar y seguir cambiando de acuerdo a si satisfacen o no nuestras espectativas.
Pero no nos queremos deslindar en el presente artículo de los griegos, nombrando a otro griego excepcional, Alejandro Magno, que si bien no fue un demócrata (era como todos saben un autócrata), fue el conquistador más grande de la antigüedad, época por cierto en la que había que tener mucho valor y coraje para pelearse cuerpo a cuerpo frente al enemigo con lanzas, caballos, escudos y espadas (no como hoy, que desde un despacho se aprieta un botón y mueren decenas de miles de personas), y cuyo talento político-militar lo llevó a expandir la cultura helénica por todos los confines del mundo entonces conocido, y que en un momento, en una de sus incontables conquistas, en Frigia, la tierra de Gordión, se le interpuso el tremendo problema de desatar el famoso «nudo gordiano», el cual, según decían una antigua profecía, que quien lograse desatarlo sería dueño de toda Asia, y en donde el gran conquistador macedonio, con la voluntad y la entereza que es cualidad sine qua non en los grandes hombres de la historia, sin mediar el más mínimo titubeo, lo cortó con su espada de un solo tajo.
Hoy como ayer, el actual presidente electo, doctor Leonel Fernández, como lo hizo el gran emperador macedonio, debe cortar el actual «nudo gordiano» representado en la madeja abracadabrante y siniestra que el endemoniado gobierno del PPH le pondrá en sus manos, y con la espada, no de hierro y sí de la institución judicial, obrar, para que este país vuelva a enrumbarse por un camino de paz y progreso para las presentes y futuras generaciones.