Volver a don Américo Lugo

Volver a don Américo Lugo

Me asqueo, me encanallezco mirando alrededor, hay tanta basura en la sociedad dominicana de hoy, que lo mejor es desintoxicarse pensando en uno de los espíritus más puros que ha dado el país: Don Américo Lugo.

En la especial circunstancia del surgimiento del trujillismo, la sumisión total de los intelectuales dio un matiz de síntesis trágica a la unidad forzada que, en el terreno del pensamiento, provocará poco después el régimen. Don Américo Lugo es el símbolo intelectual que quiebra la superficie triunfante del trujillismo en 1930. Por no plegarse como historiador a construir un pasado oficial aún a riesgo de su vida, por la verticalidad de su postura nacionalista y por la sinceridad de sus ideas, él era la expresión más problematizada del hostosianismo viviente en el seno del trujillismo que nacía.  Y como en la euforia del triunfalismo se fue quedando en el tintero el conjunto de ideas que hacían incompatibles con el absolutismo las propuestas de muchos de nuestros intelectuales del siglo XIX, su figura emergió cual insurgencia pasiva de gran significación espiritual.

Como en la historia dominicana tenemos una larga tradición autoritaria, se olvida frecuentemente que también hemos producido pensadores cuyas ideas eran difícilmente aprovechables para la legitimación del poder despótico, y el doctor Américo Lugo no sólo era uno de ellos, sino que vivió largos años de la dictadura aferrado a sus viejas creencias, y como jinete solitario de un cuestionamiento frontal a la idea oficial de que con Trujillo la nación había surgido de su propia inexistencia.

Es un lugar común en la cultura dominicana referir la pobreza material en la que muere Don Américo Lugo, sin servir a Trujillo y aferrado con altivez a sus ideas. A la caída de la tiranía su pensamiento debió ser bandera  dignificadora  de un pasado de oprobios. Pero lo cierto es que la ideologización maniquea que se regó en la época diluyó ese impacto. Ese cascarrabias ingobernable fue la excepción gloriosa y altiva de la patria humillada, tanto en la actitud que mantuvo frente al poder como en sus ideas, y hasta su muerte en el 1952.  Y no importa cuánto se pueda alegar, porque su vida es una contradicción con su propia prédica, que como se sabe, es una diatriba fulminante ya clásica cuando se habla de que los dominicanos no hemos, históricamente, constituido una nación. Esa noción de patria que él negaba, la defendió con bríos frente a las tropas norteamericanas de 1916.

El trujillismo se definía como una edad que reposaba plenamente en sí misma, y usó a su antojo todo el pensamiento decimonónico dominicano, cifrando como una superación del pasado las angustias existenciales que fueron un tema común de nuestros pensadores. La unanimidad era su rasgo esencial. Pero Don Américo Lugo nos enseñó que la unanimidad es obscena. Esa heroicidad espiritual fue lo opuesto en el ambiente de asfixia de las tres décadas del absolutismo. Quizás por eso hay que volver a  Don Américo Lugo, ahora que una “dictadura legal” amenaza con imponer la unanimidad en el Congreso, en la justicia, en la Junta Central Electoral, en la Cámara de Cuentas, y en todos los organismos de control de la nación.

Ahora que el  fariseísmo intelectual no tiene fronteras morales, y los cultivadores del  arte y del espíritu se venden por una pensión, o un carguito en una embajada,  o por dinero contante y sonante; y cierran los ojos o se hunden en el silencio cómplice ante la corrupción y los desmanes de políticos que han cambiado su naturaleza a empresarios, y que son una vergüenza y un atropello a la convivencia, así como un testimonio pavoroso de la injusticia y la inequidad en la que nos han sumido quienes han dirigido esta nación en los últimos cincuenta años.

Es mejor desintoxicarse pensando en Don Américo Lugo, que fue modesto y valiente, que apostrofó al sátrapa reduciéndolo a una simple dimensión humana, y no tuvo fortuna,  y no pactó su honor y su inteligencia por la sobrevivencia material, y enarcó las cejas en señal de repudio frente  a quien se creía un monarca más allá del común de los mortales. Sí, es mejor volver a ese viejo cascarrabias.  ¡Oh, Dios!

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