En algún momento dejamos de ser seres humanos; dejamos de ser personas y nos hicimos clientes, consumidores, pacientes, votantes, lectores, usuarios, estudiantes, feligreses… una interminable lista de etiquetas utilitarias y simplificadoras que nos despersonalizan y nos convierten en parte de una estadística. Paradójicamente, la etiqueta de “ciudadanos” aunque de intención tan generalizadora y abstracta como las otras, pero más integral y menos utilitaria -por ende más humana- es la menos respetada; la más olvidada.
La Revolución Francesa aportó el concepto de “ciudadano” poniéndolo en el centro de noción política pero, en ese momento histórico, en realidad en el centro de toda relación social. Y tenían razón, ¿no es el comercio, consultas con el médico, servicios, actividad recreativa o pedagógica las formas concretas en las que se fundamentan las relaciones sociales?
Muchas empresas, e incluso corporaciones, se han dado cuenta de que tratar a las personas como etiquetas es poco rentable, y han tomado el camino de una atención menos impersonal. Sin embargo, no es suficiente si al final del día la sonrisa es educada, forzada u orientada no a la empatía, si no al logro de un dato.
Creo que empresas o gobiernos, iglesias o consultorios, les vendría bien ver personas allí donde estaba programado ver etiquetas impersonales. No tanto como un concepto político, sino como un sujeto de derechos, una persona digna de respeto; un ser humano.
Un esfuerzo humanista que valdría la pena es orientar la pedagogía hacia la humanización de las actividades partiendo de rescatar el sello “ciudadano” antes, y ubicarlo jerárquicamente superior a cualquier distintivo.
Ni las artes, ni las creencias, ni la política deben continuar por ese sendero de deshumanización en el que se han devenido las relaciones sociales. Un pequeño esfuerzo en la vida cotidiana tendría impactos imponderables en nuestra satisfacción individual y en los resultados sociales.
Estamos creando una sicopatía estructural. No somos capaces de ver ni nuestro propio sufrimiento, nos imponemos y le imponemos a los demás la más fría de la distancia: la de una etiqueta estadística, con fines de eficiencia monetaria.
De continuar así, las sociedades actuales, que ya son un espejo de las descripciones literarias futuristas como “1984”, “Un mundo feliz”, “Fahrenheit”, etcétera, estarán opacando las más pesimistas de las visiones. Lo que sucede con el cliente, paciente, feligrés, estudiante o consumidor al deshumanizarlo es inenarrable. La parábola del buen samaritano se hace historia imposible, y el mandato de amar al prójimo como a uno mismo sólo se proyecta como anuncio publicitario, burbujeante y sonriente. Y no planteo una solución por el lado de la creatividad mercadológica; al fin de cuentas por lo menos en ese mundo han identificado la necesidad de cambio en un espacio que parecía inerte.
Existen dos poderosos modelos: el primero, el que crea seres sicópatas, deshumanizados y crueles; y el segundo, la alternativa medieval de querer moralizar por imposición. Como humanidad, tenemos un gran reto para sobrellevarlos.
No creo que exista mejor alternativa que respetar al ciudadano, a quien compra, vende, trabaja, estudia, reza, vota… viéndolo pura y simplemente como nuestro prójimo; como un ser humano.