Vueltas al tornillo de la historia

Vueltas al tornillo de la historia

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
La historia social es como una escalera de caracol. Los peldaños son estrechos, ninguno pasa de ser un triángulo alargado, el pie no cabe completo en los escalones. El camino es retorcido y fatigante; al dar vueltas y vueltas nos parece que estamos siempre en el mismo sitio, trazando círculos concéntricos. Pero la historia es una espiral ascendente. Avanza de manera lenta y continua. Cuando parece que en lugar de progreso hay regreso, la historia retoma la marcha y en poco tiempo recupera el terreno perdido.

Como es de rigor, los hechos sociales condicionan los sucesos posteriores, les dan pie o apoyo a los adelantos subsiguientes. Ningún progreso colectivo es ideal; todos «los progresos posibles» cuelgan del pasado como uvas en la pérgola de un parral. Ese encadenamiento causal nos ata al pasado, a la vez que nos permite proyectar el futuro. El porvenir, desde luego, se edifica desde la zapata previa que es el pasado. La naturaleza a veces da saltos; la historia, nunca.

La guerra de la restauración fue una guerra de guerrillas que creó numerosos lideres locales. También un movimiento que unió a todas las clases sociales en torno a un objetivo común. Esa lucha por la independencia política tuvo el carácter de una epopeya. Los soldados dominicanos enfrentaron al ejercito español con poquísimo armamento, con desventajas de diversos órdenes. Pero de esa guerra surgió el caudillismo que ensangrentó nuestra tierra durante más de cuarenta años. Los caciques de cada región pelearon entre sí como perros hambrientos. Al morir el Presidente Heureaux en 1899, concluye el siglo XIX y una penosa etapa de nuestra vida republicana. A partir de entonces los gobiernos duran poco tiempo, fueran dirigidos por una persona o por Consejos de Estado. Un tirano, «buen político y mal administrador», a juicio del doctor Balaguer, cerró ese periodo heroico y «mandibulario».

El Presidente Ramón Cáceres comienza a gobernar en 1905. Cáceres firma la Convención Dominico-Americana de 1907, obligado por los desaciertos y empréstitos del Presidente Báez y del Presidente Heureaux. El asesinato de Cáceres, en 1911, nos hace retroceder al desorden político e institucional. El gobierno de los Estados Unidos, que había ocupado militarmente a Haití en 1915, decidió ocupar la Republica Dominicana en 1916. El colapso de la soberanía de los dominicanos se prolonga hasta 1924. Durante esos ocho años las tropas de ocupación hacen «el desarme» de la población y reducen el poder de los caudillos regionales hasta casi anularlos. Para mantener el orden público establecen un cuerpo policial que, finalmente, Trujillo llega a mandar. De ahí proviene la fuente de su poder económico y militar.

Los años de la ocupación norteamericana fueron una escuela de higiene y de organización; y al mismo tiempo de corrupción, abusos y humillaciones. En esa «academia» se formó y deformó el brigadier Trujillo. La dictadura del generalísimo Trujillo terminó en 1961. La conspiración para matar a Trujillo solo podía brotar de personas de su entorno, que conocieran sus hábitos, costumbres, horarios, aficiones y fobias. Muerto Trujillo, era obligatorio que el poder volviese a manos de los experimentados funcionarios que le acompañaron durante treinta años de despotismo. Viriato Fiallo y Juan Bosch fueron flores artificiales prendidas con alfileres sobre la sociedad dominicana. Las emociones colectivas alrededor de Fiallo se apagaron en 1963 con el golpe de Estado contra Bosch. Después de la intervención norteamericana de 1965 Bosch se convierte en un proscrito, inelegible para el empresariado, para la Iglesia, para las Fuerzas Armadas, para los EUA. Se ve reducido al papel de rector de la oposición política y de la educación de dirigentes. Balaguer, por el contrario, representaba la «vegetación endémica», adaptada perfectamente a las condiciones del clima político precedente. A Balaguer puede acusársele de cualquier cosa, menos de tonto y de haragán. Inteligente, sagaz, informado, trabajador, Balaguer «absorbió» la historia política dominicana de tres décadas. Las «maniobras» de la administración pública las aprendió en el campo de batalla de la maledicencia y de las zancadillas. En los diversos gobiernos de Balaguer se trazaron calles y avenidas, se construyeron presas y canales, viviendas, oficinas públicas, parques, zonas francas industriales. En los escritos de Balaguer es visible su interés por los tipos psicológicos de nuestros hombres públicos: Billini y Espaillat, por un lado; Báez, Santana, Lilís, por el otro costado. Alternan en el gobierno hombres valiosos sin contacto con las masas; y hombres atroces, con raigambre popular, que perpetúan, o al menos prolongan, las debilidades ancestrales de nuestro pueblo: pobreza, insalubridad, ignorancia.

Ya exhausto, disminuido por la ceguera y la mala circulación de la sangre, Balaguer decidió acudir al cumpleaños de Juan Bosch, un paso previo a su respaldo a la candidatura de Leonel Fernández. Fue el propio Balaguer quien encabezó la transición del trujillato a la «democradura»; él unifico a las Fuerzas Armadas tras la revolución de abril de 1965. Es obvio que para ello utilizó tanto la astucia como el cauterio. Sin Balaguer Leonel Fernández no hubiese alcanzado el poder en su primer periodo constitucional. Sin Balaguer, que le exoneró de la segunda vuelta electoral, Hipólito Mejia no habría llegado a ser presidente. La actuación de Balaguer ha sido protagónica durante sesenta años. Ahora, hoy por hoy, en este mismo día, vuelve a plantearse el problema del carácter de los gobernantes: ¿Uno brutal o uno refinado? ¿Un líder culto o uno truculento? ¿Conservar el pasado o construir el porvenir? El tornillo de la historia, según parece, afloja y aprieta, tiene rosca y tiene tuerca. Necesita destornillador plano y llave española.

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