Walt Whitman y el panteísmo

Walt Whitman y el  panteísmo

La primera edición de la poesía de Walt Whitman que leí fue la antología Canto a mí mismo, traducida por Borges. A partir de esa experiencia de lectura, arribé a la conclusión de que se trata del mayor monumento de la creatividad poética y de la imaginación lírica de todos los tiempos. Whitman es un poeta esencial del espíritu norteamericano que persiguió alcanzar la autoconfianza del individuo. Poeta de la exaltación del optimismo: telúrico, hímnico, épico; cantor de la democracia y del ser americano, es la representación del ideal del poeta que quiere oírse a sí mismo. Dice Harold Bloom que Whitman “divide su ser en tres: el yo, el yo real y el alma”. De ahí que estamos ante un poeta cuyo yo es una multitud, lo cual entraña una búsqueda cósmica y panteísta. Quiso ser un Dios omnímodo y ubicuo que pretendió estar en todas partes a la vez. Así, su homoerotismo actúa como máscara de su ontología.

Whitman es todo y es nadie: buscó ser todos los hombres del mundo, y nombrar todas las cosas del universo. Por eso hay en su mundo poético una geografía, una botánica, una orografía y una hidrografía, al nombrar ríos, montañas, árboles, plantas, lagos, océanos, islas, lugares, etc. con la intención de que no le faltara nada, y de darle dignidad y dimensión poética a todo lo que nombró. Ese afán por enumerar todas las cosas como un Dios es lo que me fascina de Whitman, y su monumental obra Hojas de hierba. Creó una exuberancia verbal que semeja un bosque de signos, objetos y cosas, mediante la técnica de la enumeración poética caótica, de la que tanto uso hizo Borges, con espectacular eficacia estética. La personalidad poética de Whitman tiene un tono panteísta, y ese panteísmo delata su sentido de ubicuidad, pues su yo refleja un inmanentismo que nos recuerda la egolatría de los poetas románticos. Whitman tenía conciencia de su personalidad interior, de su yo poético. Su alma lírica representa el alma americana, como podemos leer en su Canto a mí mismo. Desde su conciencia poética le cantó a la naturaleza porque quiso reconciliarse y consustanciarse con ella, y a su vez, le sirvió de impulso creativo. Ningún otro poeta ha cantado tanto desde su yo poético, y mucho menos, con tanta vehemencia y pasión. Esa fue su gran proeza: el hecho de escribir una obra monumental, inagotable y abierta, donde casi no falta nada, en la que casi todo está dicho, nombrado o enumerado. A través del canto y la palabra, trató de estar en todas partes, y acaso lo logró. Su obra fue su vida. Ya lo dijo Octavio Paz sobre Pessoa: “La mejor biografía del poeta es su obra”. Querer ser todo es también, amén de un panteísmo, una metafísica.

De ahí que Whitman diga: “Quien toca este libro toca un hombre”. Por eso quiso hacer de su cuerpo y de su carne, materia de todos, pues la carne dura poco, y Whitman lo que trató fue hacer de ella una eternidad, porque como dijo Mallarmé: “Toda carne es triste”.

Todo poeta debe leer a Whitman. Pero también, todo amante de la lectura y de la buena literatura, porque su obra poética nos ofrece perspectivas de lecturas y enigmas que nos conmueven, ya que como nos dice Bloom: “Necesitamos leer a Whitman por la conmoción de perspectivas nuevas que nos proporciona, pero también porque sigue profetizando los enigmas no resueltos de la conciencia estadounidense. Y un mundo que se vuelve cada vez más americano también necesita leerlo, no solo para comprender a los Estados Unidos, sino para entender mejor en qué se está convirtiendo”.

Whitman es el patriarca de la poesía americana, y Hojas de hierba (1855), una obra vital, valiente y vigorosa, insuflada por el desenfado y la sinceridad. Nadie ha escrito poesía con tanta libertad expresiva, como la de este poeta de la abundancia, del detalle, de las observaciones y la exuberancia. Poesía de inventario, pero de una gran fuerza cósmica es la de este bardo nacional americano y universal, que imprimió voluntad emocional a su obra y que renovó la literatura norteamericana y americana. Whitman se propuso ser el poeta de Estados Unidos, pues surge cuando su país tenía un anarquista desobediente como Thoreau, un filósofo como Emerson, un humorista como Twain, un novelista como Melville, y solo le faltaba el poeta, y ese poeta fue él, este cosmos de Manhattan. Escribió una de las obras poéticas más personales y auténticas de la poesía universal. Y eso es lo que seduce: su osadía expresiva y su personalidad, negadora de la condición del hombre letrado. De ahí que fue un auténtico antiintelectual. Fue más bien un poeta de la exhortación y del optimismo, de repeticiones y largos poemas, que parecían extensos discursos en versículos. Nos legó una poesía que parece escrita para ser oída y celebrada, que, sin embargo, brota del yo más íntimo, en una retórica de la imaginación poética.

Whitman edificó una obra poética que es, a su vez, un largo canto a sí mismo, pero ese poetizar, cuyo centro motriz fue él mismo, en cambio, paradójicamente, lo hizo universal. Es raro, pero Whitman se hizo un poeta universal, a pesar de que siempre se cantó a sí mismo, y de que su poética se centró en sí mismo: de su yo al mundo. Ese constante canto de sí mismo, acaso fue una manera de desconocerse, o de reconocerse en el otro, a la manera de Rimbaud, cuando dijo: “Yo soy otro” (Je suis autre).

Designar todas las cosas es querer ser todas las cosas del universo. De ahí que la estrategia poética de Whitman, de cantarse a sí mismo, funciona como mecanismo de desdoblamiento o desocultamiento, en la que su yo poético -no su yo biográfico-, actúa como máscara de su personalidad: su yo se transforma en multitud. Desde su eros poético logra el empleo de una mirada omnímoda, que ausculta el espacio visible para darnos una radiografía total del mundo. Su ser se vuelve infinito y se transfigura en totalidad de la representación. Eso es, acaso, lo que busca con su empresa poética: hacer con la palabra poética y con el lenguaje de los límites, la posibilidad voluntaria de crear un mundo a su imagen y su medida. Este poeta buscó la trascendencia de su ser en la mundanidad de su yo poético para hacer así del universo, una realidad a su canto. Su obra depara en elegía de su yo; fue pues un poeta no celeste sino telúrico. “En Whitman hay dos imágenes que se fusionan en una: la Noche, la Muerte, la Madre y el Mar”, ha dicho Bloom. A la poesía whitmaniana la insufla una pasión vital. “Whitman era un materialista epicúreo”, sentencia Bloom. A pesar de que su maestro, Emerson, fue el fundador del trascendentalismo, su obra poética es antitrascendentalista, pues no buscó la trascendencia del espíritu, sino hacer que su yo celebre la existencia del mundo en constante ubicuidad. “Whitman es el único gran poeta moderno que no parece experimentar inconformidad frente a su mundo. Y ni siquiera soledad; su monólogo es un inmenso coro”, dice Octavio Paz.

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