“Gran parte del orden que reina entre los hombres no se debe a efectos del Gobierno, sino que tiene su origen en los principios de la sociedad y en la constitución natural de los humanos. Existió con anterioridad a todo Gobierno, y existirá aunque la formalidad del Gobierno sea abolida. La dependencia mutua y el interés recíproco que cada hombre tiene para con los demás y las distintas partes de toda de toda comunidad civilizada entre sí, crean la gran cadena de conexiones que nos mantiene unidos… Es evidente que la sociedad organiza para sí casi todo lo que se le atribuye al Gobierno”.
“¿Quién es el que escribe con tal simplicidad y con valor tan insólito? Es el valiente Tom Paine, protagonista de dos revoluciones y reformador de dos continentes, el Voltaire norteamericano, la voz inglesa de ese siglo audaz que supo significar la Ilustración. En esa Era de la Razón, en que el paso del poderío económico de manos de la aristocracia holgazana a la próspera clase media perturbó toda tradición, rompió las elaboraciones de la costumbre y libró a la humanidad de las ataduras de las supersticiones antiguas, los individuos se hallaron libres por primera vez, como si la garra con que el pasado oprime al presente se hubiera aflojado por unos momentos.
La senil dinastía de los Borbones reinaba, pero no regía; la Iglesia, en una sociedad en que el escepticismo era imprescindible, de “rigeur”, y en la que hasta los obispos coqueteaban con el racionalismo, solo era poderosa en las aldeas, pero no en las ciudades. Toda ley flaqueaba, todo canon era discutido, toda norma de arte o de conducta resultaba violada sin miedo y sin reproches. Era la edad en que Rousseau denunciaba al Estado como un mal, y en que Jefferson proclamaba que el Gobierno mejor es el que gobierna menos. Era la época de los individuos”.
Yo siempre he sentido una afinidad con las inquietudes de Will Durant. Pienso, como él, que “probablemente, desde el comienzo de la historia humana el hombre se ha consumido bajo las restricciones sociales, pues la barbarie natural de la voluntad ve en cada ley un enemigo”. Ya decía Juan Jacobo Rousseau que las leyes eran útiles para los propietarios, pero injuriosas para los pobres… Si lo pensamos bien, y observamos mucho de lo que ocurre actualmente, nos veremos casi forzados a aceptar que como él decía, “las leyes echaron sobre el débil nuevas cargas y sobre el fuerte poderes nuevos; destruyeron irreparablemente la libertad natural, establecieron para siempre la propiedad y la consiguiente desigualdad, hicieron de la usurpación inteligente derecho irrevocable y metieron al futuro todo de la especie bajo el yugo del trabajo, de la esclavitud y de la miseria… Los hombres fueron creados todos libres, y ahora se encuentran por doquier bajo cadenas”. Son cadenas -añado- que él mismo ha fabricado no siempre con éxito.
Uno se pregunta, a más de veinte siglos de las enseñanzas de Cristo, qué esencialmente se ha logrado. Asombra que las doctrinas de amor y de confianza hayan permanecido vigentes como fuerzas de odio e intolerancia, de cansancio… Y que los viejos errores permanezcan intactos.
Asombra que sigamos construyendo cadenas que limitan nuestra libertad con eslabones de miedo que nos mantienen presos de lo que sea, llámese religión, gobierno o supuestas reglas sociales, en lugar de entender la fuerza del amor, que libera y limpia caminos, una esencia a la que nos invita Jesús -y los maestros de otras religiones también- que es enemiga del miedo y te permite vivir bien y hacer el bien sin coartar la felicidad a la que tenemos derecho.
Creo en la sociedad, como Tomas Paine, y en sus reglas, que son la expresión de la verdadera democracia muy por encima de los gobiernos. Pero hay que tener cuidado de que esas reglas no surjan como resultado del miedo y nos encadenen indefectiblemente, sino que nazcan del interés en el bienestar de las mayorías, en el mantenimiento de la armonía y el respeto.
En suma, en los valores positivos.