XXI Concurso de Arte Eduardo León Jimenes

XXI Concurso de Arte Eduardo León Jimenes

Los premios y menciones otorgados este año se entregaron a unanimidad, en cuanto al reconocimiento de un arte contemporáneo que expresa las características dominicanas de una tradición estética dentro de la renovación de la imagen.

POR MARIANNE DE TOLENTINO
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Para muchos, a pesar de las cualidades intrínsecas del certamen, de su organización y del Centro León, el anterior concurso de arte se recuerda como una humillación. No solamente el Jurado de premiación dejó desierto el Gran Premio, sino que, en declaraciones públicas y conversaciones privadas, los jueces extranjeros, conocedores del arte dominicano –sobre todo la creación anterior al 2000–, dijeron comprobar un receso y, en parte, responsabilizaron a la selección de esa impresión deprimente, aunque, como es lógico, se expresaron con bastante discreción al respecto.

Tal vez esos resultados arrojaron un saldo positivo: mayor compromiso de los artistas, mayor coherencia de las decisiones, mayor exigencia de la selección. Señalaremos que nuestras opiniones son puramente externas, ya que por razones circunstanciales –impidiendo una movilidad normal–, nos limitamos a observaciones de las obras y a recoger comentarios aislados.

El hecho es que la selección en este XXI Concurso fue irreprochable respecto a las obras admitidas, con raras excepciones, pero ese reparo proviene de que por naturaleza la valoración del arte se hace parcialmente en base a elementos subjetivos y opciones personales.

Si es cierto que se solicitó  a cada artista que se expresara respecto a su obra, se trata de otro punto positivo, no sólo bastan las apreciaciones en superficie, sino las motivaciones profundas. Por otra parte, el Jurado de Selección sostuvo una íntima convicción: no solamente las obras se juzgarían desde un punto de vista estético y técnico, sino como perteneciendo a un arte dominicano definido. Por otra parte, deberían aportar algo nuevo a la creación habitual del artista, ahí no es imposible que se haya sacrificado a obras excelentes, pero algo reiterativas en concepción y ejecución.

Un arte contemporáneo dominicano definido –o en vía de definición– significa un arte de ruptura que conserva la tradición nacional de lo bello, recordando la propuesta hegeliana acerca del arte: “primera satisfacción inmediata que el espíritu absoluto se da así mismo”. Prácticamente no existe en nuestro país la obra repulsiva, salvaje, agresora o totalmente desbocada que aleja a un público indignado o desconcertado, del arte contemporáneo. Al expresar la realidad íntima de su propia existencia, creencia o mundo, al emprender gestos creadores que lo comprometen, el artista se refleja hondamente, quiere que su obra sea vista y leída como tal. Le importa la percepción, la mirada de los demás: ella sola permite acceder al mensaje ideológico, por cierto omnipresente en el arte dominicano contemporáneo.

Recorriendo la selección del XXI concurso, sentimos cuánto, en cualquier categoría, el artista cree en lo que hace, como un componente vital… y la corriente comunicadora pasa… Reafirmaremos las mismas opiniones, concernientes a las obras premiadas. Hubo perfecta coherencia entre las decisiones de los jueces de selección y los de premiación, una total confianza de los segundos en los primeros. Entonces, cada obra premiada se convirtió en una elección, sino incuestionable, comprensible y plausible. Fue al menos nuestra reacción, que, evidentemente no podemos generalizar.

Los premios

La premiación ratificó los parámetros que acabamos de enunciar. El Gran Premio, otorgado a Raquel Paiewonsky es una evidencia. Absolutamente inobjetable era la obra merecedora, y por varias razones, siendo la primera una contribución innovadora a la propia creación de Raquel, que abandonó esta vez el reino de sus monstruos… Dice Christiane Paul, especialista en arte numérico: “Los artistas, que se dediquen a la pintura, al dibujo, a la escultura, o por igual a la fotografía o al video, son incontestablemente cada vez más numerosos en utilizar las nuevas tecnologías, como una herramienta en el marco de su producción artística”. Raquel Paiewonsky, polivalente por excelencia, ha presentado un políptico de seis fotografías digitales. Sin embargo es, en nuestro criterio, mucho menos una reflexión sobre su lenguaje. Su estética y su técnica es específicamente, sino una imagen totalizante, de gran calidad en proporciones, formas y sutiles variaciones, en cuanto al concepto y proceso de preparación de la obra que transmite, de modo hermoso –¡sí!- un mensaje perturbador.

Somos estos enmascarados, cohibidos y enfundados sujetos y objetos de una globalización que, pese a las diferencias individuales, nos identifica… no importa que alguna ornamentación –que también podría sugerir un mal suplementario– siempre a esas siluetas de lunares. Raquel Paiewonsky ha sacado una suerte de cédula de identidad, o más bien esas fotos que se toman para los documentos o las fichas de la Policía –de frente y de perfil–. En suma una obra muy impactante y señala a la autora su mejor camino.

El Premio de Pintura, atribuido a Fernando Varela, en este caso, no significa un aporte nuevo a su actual período creativo e imagen pictórica. Sin embargo, lo justificamos plenamente. Es la única pintura que se diferencia radicalmente de las demás seleccionadas, y esa “palabra callada”, que tanto habla… comunica la Torre de Babel y cacofonía de nuestro mundo, o menos dramáticamente la riqueza cruzada y superpuesta de los mensajes y sus combinaciones innumerables. Por otra parte, la factura es exquisita, el refinamiento total admirable, los ritmos interiores impresionantes. Es un aporte a la pintura dominicana. Se hubiera podido premiar a cualquiera de las dos obras seleccionadas.

En cuanto al Premio de Dibujo, atribuido a Inés Tolentino, encontramos la misma característica. Es una obra que se diferencia también de las demás en su categoría. Igualmente, dista de la producción anterior de la artista, al mismo tiempo que vuelve a emplear varios de sus signos y confirma sus preocupaciones intelectuales, respecto a la locura de nuestros tiempos. En cuanto a las cualidades formales, es bueno encontrar a un dibujo “clásico”, lápiz sobre papel mayormente, y sin embargo comprobar su contemporaneidad. La virtuosidad de Inés Tolentino como dibujante, brota de los estudios perfectos de perros, en su realismo anatómico. Luego, ella combina el dibujo infantil, el surrealismo, el letrismo, la proliferación “incontenible” de elementos, y no obstante hay fuerza y solidez en la otra como conjunto. Finalmente, hay un ingrediente lúdico incontestable –un rasgo del arte contemporáneo–, la autora se divirtió y nos divierte multiplicando signos y símbolos… ocupando todo el espacio en una suerte de “horror vacui”. ¡Ojalá ella siga en esa dirección!

La instalación de Jorge Pineda era la otra obra susceptible de verse atribuir el Gran Premio. Ese artista, magnífico instalador, dibujante, pintor, escultor, sigue investigando la temática de la juventud, entregada a la violencia de los demás o atrapada y cautiva –otra forma de violencia como es el caso aquí–. Su personaje con el afro, tiene una especie de aureola: una masa negra al carbón, rabiosa, enorme, que llama inmediatamente la atención y una solicitud de lectura participante. Distando de cualquier caricatura, nos estremece y refiere a la condición dramática de los jóvenes. La realización es impecable, y Jorge Pineda nos va sorprendiendo cada vez más como escultor. Posee una soltura poco común manejando diversos materiales –aunque los prefiere naturales– y medios a su guisa. En una síntesis impactante, él suprime la distinción entre simbolismo, nueva imagen y lenguaje tradicional. Todo es utilizable, todo se puede expresar… si se tiene la habilidad y el oficio de Jorge Pineda –cuyo fundamento se aloja en un dibujo excepcional–. Pensamos que él está haciendo una secuencia sobresaliente, que ameritaría luego presentar en “retrospectiva”, permitiendo comparaciones dentro de su misma producción reciente y una reflexión que se extiende más allá de la obra plástica.

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