Es la pregunta obligada, dentro y fuera del Gobierno, desde que se conoció la decisión del juez José Alejandro Vargas de declarar inadmisible el acuerdo entre la Procuraduría General de la República y Odebrecht, que se comprometió a pagarle al Estado dominicano una multa de 184 millones de dólares, durante un periodo de ocho años, como sanción por los 93 millones de dólares que la constructora brasileña admitió haber pagado en sobornos a intermediarios y funcionarios dominicanos para asegurarse la contratación de obras. Entre las motivaciones de su decisión, que le sacó la alfombra de los pies al Gobierno, que probablemente apostó a que ningún juez se atrevería a rechazarle ese acuerdo al Presidente de la República, el magistrado Vargas señala que la homologación se aplicaría como conciliación en infracciones leves, pero que tanto Odebrecht como la Procuraduría reconocen que se trata de un caso grave que amerita “otro tipo de remedio procesal”. Se ignora si en el Palacio Nacional, que en su afán de impedir a toda costa, y a contrapelo de la ley de Compras y Contrataciones Públicas, la inhabilitación de Odebrecht para poder concluir la construcción de Punta Catalina, se metieron solitos en ese callejón, tendrán algún plan B. De lo que no hay dudas es de que la decisión no solo es una costosa derrota jurídica sino también política para el Gobierno, que utilizó ese acuerdo para mantener entretenida a la opinión pública y, sobre todo, para justificar ”el mareo” de las investigaciones, que marchan a paso de tortuga con reumatismo, o cualquier otra salida al margen del clamor nacional de que las sanciones a los beneficiarios de esos sobornos constituyan el principio del fin de la corrupción y la impunidad en la República Dominicana.