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Acaso alguna vez debió haber otra versión sobre el Plan de Dios según la cual, luego de varios intentos de conciliar con los hombres, los destruía completa y definitivamente, o aceptaba, a pesar de sus tantos defectos, compartir sus proyectos con ellos.
Según textos antiguos, Dios decidió en más de una ocasión destruir al hombre y darlo como una suerte de experimento fallido. Fue, en cierto modo y medida el caso de Adán, a quien apenas le dio la capacidad de elección tuvo que desterrarlo del Edén por pactar con el Enemigo para sublevarse y hacerse igual a su Creador.
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Luego Dios tuvo nuevos tropiezos con su experimento, y en una ocasión decidió destruir sus planes de auto engrandecimiento, habiendo este concebido edificar una torre tan alta que pudiese llegar al mismo cielo. Fue cuando arrasó con Babel y los dispersó y los confundió y les programó lenguajes distintos para que jamás llegasen a acuerdo alguno sin su consentimiento.
Pero tiempo después, por así decirlo, decidió ahogar casi toda criatura humana mediante una lluvia tan proverbial de la que apenas salvó a Noé, para con este buen hombre reiniciar su experimento.
La cosa fue de nuevo difícil, y abandonó toda criatura conocida, y llamó a Abrahán, y lo alejó de sus gentes, con quien, para calibrar su lealtad le pidió que matara a su único hijo, aunque de esta prueba libró al afligido pero fiel hombre, a quien hoy se lo llama Padre de la Fe.
Pero los fracasos del Proyecto estaban tan al día que destruyó con fuego a Sodoma y Gomorra, dos ciudades en las que ya estaban tan civilizadas que el sexo era solo una diversión y lo que Dios pensaba al respecto los tenía sin cuidado.
Luego Dios pensó que lo mejor era someter a un “pueblo seleccionado” de la semilla de Abrahán, a un proceso de preparación que iba desde la esclavitud a la liberación, pasando por rudas y largas pruebas para luego fundar una nueva raza, la del Pueblo Elegido, con tan poco éxito que poco tiempo después de liberarlos y encaminarlos a ser un pueblo glorioso bajo los reinados de David y Salomón, se auto declararon “un fin en sí mismo” y se olvidaron del Plan de su Creador.
Con tan mala pata que estos niños lindos de Dios tuvieron que ser castigados docenas o cientos de veces y aún no entendieron que ellos eran apenas un instrumento del Plan de Dios.
Hasta que el Creador decidió otra estrategia. La de convertirse él mismo en hombre, para acaso entender “desde adentro” el corazón humano; tal vez por aquello de que “el corazón de la auyama solo lo sabe el cuchillo”. Y así, finalmente, poder guiar a esta engreída y rebelde criatura a contribuir con sus planes.
Entonces, un buen día de su propia esencia se encarnó, inseminando una joven virtuosa de buenas costumbres. Así, decidió hacer tierra en un pueblo advertido y debidamente dispuesto para su llegada…