Informes de la Comisión de Naciones Unidas para América Latina y el Caribe aseguran que nuestra región -exceptuando las zonas de conflicto armado- es una de las que tiene mayores índices de violencia generalizada. Nuestros niños, niñas y adolescentes no escapan a esta realidad.
UNICEF, en su informe Los efectos de la violencia en la primera infancia, situación en la región, y propuestas para prevenirla, indica que antes de la pandemia América Latina y el Caribe ya registraba una alta prevalencia de violencia contra la niñez. La disciplina violenta –que incluye el uso de castigo físico y psicológico– ya afectaba a más del 75% de los niños y niñas menores de 10 años. La pandemia no trajo consigo solo confinamiento, sino también mayores niveles de incertidumbre económica y el estrés que esto genera; agudizó el abuso físico, psicológico, sexual, la negligencia en el cuidado y el abandono total de nuestros niños y niñas. Esta realidad se suma negativamente a nuestras prácticas culturales asociadas a la violencia como una herramienta formativa y siguen poniendo en riesgo la salud mental y física de las personas menores de edad; más del 50% de los adultos -mujeres y hombres- expresan abiertamente que es normal -e inclusive necesario- el maltrato físico para disciplinar y educar. Partamos de esta infausta premisa para entender por qué no hemos avanzado en su protección.
Recién en 1989, la comunidad internacional reconoció que, a diferencia de los adultos, las personas menores de 18 años necesitan una atención y protección especial; se firmó la Convención sobre los Derechos del Niño que buscaba –y todavía lo hace- promover en el mundo los derechos de los niños y niñas, cambiando definitivamente la concepción de la infancia.
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La Convención que proclama la no discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia, desarrollo y protección, así como el respeto por sus opiniones tuvo al inicio una tímida presencia- demasiado gradual en algunos casos- en las legislaciones del hemisferio- que no tenían como prioridad considerar los temas vinculados a la niñez dentro de sus programas de gobierno y legislativos. En el año 1991, la Convención fue ratificada por el Estado Dominicano y esto allanó el camino para formalizar y reforzar -con este nuevo carácter de obligación internacional- todos los esfuerzos que la sociedad civil organizada venía desarrollando en pro del bienestar y protección de las personas menores de edad. Desde ese momento se volvió una tarea estatal.
Pero poco ha pasado desde el 1991, no se puede decir- escribirlo- sin que duela. Han pasado 30 años desde ese histórico momento en donde todos pensamos que teníamos la herramienta que faltaba para acabar con las vulnerabilidades que el sistema ejerce sobre nuestros niños, niñas y adolescentes, pero no, a 30 años nuestra realidad continua desnudando como Estado, y es que:
- Más del 13% de nuestros niños y niñas menores de 17 años trabajan;
- 127 de cada 100,000 bebes nacidos, mueren en la República Dominicana, muy por encima del promedio Latinoamericano.
- El 22% de las mujeres entre 12 y 19 años han estado embarazadas, promedio que supera a todos los paises de la región;
- La mitad de la población infantil entre 3 y 5 años nunca ha asistido a la escuela;
- Más del 60% de la totalidad de los hogares dominicanos han tenido que: reducir el número de comida por día, en algunos casos reducir las porciones o cantidades o de plano han pasado a lo menos, un día completo sin comer;
- El 29% de las víctimas de delitos sexuales reportados son en personas menores de edad;
- El 37% de las mujeres jóvenes en República Dominicana se casaron o unieron antes de los 18 años y un 10% antes de los 15;
- De cada 100 bebes nacidos en el país, 32 no son registrados oportunamente al momento del nacimiento;
- Más del 20% de los niños y niñas condenados y ubicados en centros de corrección estuvieron involucrados en homicidios violentos;
- La deuda de los hospitales públicos asciende a más de 4 mil millones de pesos;
- Solo en 2019 más de 300 menores de edad perdieron a sus madres debido a la violencia de género.
Estas realidades deben movilizarnos a la acción. La protección y el cuidado de nuestros niños y niñas no es un tarea que pueda postergarse, que pueda dejarse para después y no se hace sola. Las políticas públicas dirigidas a la niñez, las condiciones que creamos para su bienestar, refleja el alma de toda la nación.