Y ocurrió

Y ocurrió

Entre pares se vive mejor. La disensión aleja, igual atrapa. Las capillas repiten, acatan, sienten y predican. Y está bien. Creer en el mundo mejor, imaginarlo, contribuir a crearlo, más que un derecho es una obligación. Tararear con Lennon la canción de la utopía es exorcismo o mantra, para situaciones límites o especialmente difíciles. Sin embargo, el peligro acecha cuando desde el paraíso de lo probable, el desdén se impone y algo peor, se rechaza la opinión distinta y la pretensión de sopesarla es anatema. El proceso electoral estadounidense, acaparó la atención de una mayoría planetaria, asombrada por la catadura de los contendientes. Mayoría consciente del poder que atesora quien comanda la democracia mejor vendida del planeta.
La campaña fue convirtiéndose en una charada de mal gusto. Una apuesta para adivinar la embestida grotesca del día. El 17 de octubre, en este espacio, comentamos la imposición del estilo Kardashian que impedía evaluar propuestas y ahogaba la opción menos cuestionable.
La Hillarymania obnubiló a los más lúcidos. Confusión de árboles y bosques. Ninguna opinión que afectara la reivindicación de las minorías o la corrección política, coyuntural y demagógica, mereció atención. Cualquier objeción, antes del punto y coma del respiro, era fascismo, misoginia, racismo, homofobia, xenofobia.
Después del 8 de noviembre, la demonización de los indicios que condujeron al fracaso de las predicciones triunfalistas, están a la orden del día. El crujir de dientes suena en la antesala del infierno presentido. Más allá de las encuestas y del entusiasmo, de la complicidad del gueto, estaba el desencanto de esa población ajena a los delirios del american way of life. Colectivo ausente de la retórica de la igualdad, oportunidad, respeto. Esa masa, lejos del campus, de la tecnología, del snobismo y la apertura, creyó. Se aferró al desenfreno del mesías. Esos “deplorables”, como los calificó la candidata demócrata, azuzando las diferencias y también los prejuicios, dijeron sí al candidato de la desesperanza. Una entente variopinta, decidió asumir a Hillary como bandera, sin reparar en la desmesura de su oponente. Ese “aventurero, indigno de figurar en las mismas filas que, por ejemplo, Abraham Lincoln” (editorial de El País, 8.XII.2016) No es tiempo para lamentos pero sí para reflexión. Ese desprecio por la opinión distinta, por el análisis de aquel que no piensa igual, pasó factura. Descalificar antes de ponderar, más el miedo de aquellos que no se atrevían a decir algo que pudiera insinuar cercanía con las tropas harapientas del trumpismo agresivo y demoledor. La marginalidad sin acento ni tizne en la piel, la legión de excluidos, lejos del bienestar, votó.
A pesar de la vida virtual, del poder inconmensurable de las redes sociales, donde cuento, canto, difamo y se miente sin contención. Lugar difícil para enmendar la injuria. A pesar de esa magia, existe otro territorio y fue ocupado por la estrategia simple, contundente, descarnada, de Trump.
Aquí, el economista, José Martí Chabebe, con tres décadas de trabajo en organismos internacionales, intentó debatir. Cuando exponía las razones que avalaban las posibilidades de triunfo del candidato republicano, la rechifla fue respuesta. Provocador y convencido, no usaba ninguno de los argumentos repetidos urbi et orbe. Irritaba, eso sí, con su versión del proceso. Afirmaba que los medios de comunicación escondían información y manipulaban datos. El resultado confirmó sus hipótesis.
“Hillary lleva consigo todo el peso del legado de Clinton sin tener nada de su calidez”, aseveraba Nathan J. Robinson, en un trabajo, guardado desde marzo, por el constitucionalista y amigo Cristóbal Rodríguez. El sociólogo advertía el peligro de no escoger a Sanders como candidato demócrata: “Donald Trump es uno de los rivales más formidables de la historia de la política estadounidense. Agudo, descarado y carismático. Si resulta nominado, los demócratas necesitan tomarse muy en serio cómo derrotarle, si no, será presidente”. La experiencia de Antonio Navalón, 72 horas antes de la debacle, sopló la trompeta apocalíptica. La mofa desdeñó el aviso. Auguró la victoria de la ira. Y ocurrió.

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