El fraterno amigo y talentoso periodista Pablo, a quien me unen nexos familiares, es un agudo escrutiñador de la problemática social. En su columna “El bulevar de la vida”, del pasado 2 de enero, se hizo esa pregunta. Para mí, cuando él irrumpe con su prosa – filosófica, poética, bolerista- es cuando más disfruto sus escritos.
Nos invitó la pasada semana a su programa de televisión a “conversar” sobre la vejez y el Alzheimer. En la oportunidad, le “pedí permiso” para comentar esa columna, pues ella me retrotrajo a mis años de adolecente en los que muchos de mi generación nos atrevimos temerariamente a embadurnar cuartillas tratando vanamente de ser poetas.
El tiempo me ha enseñado que se necesita de un talento y una sensibilidad muy superiores para desempeñar ese oficio tan complejo de poeta. Es una especie de lucha con el mundo y con las gentes para sondear el drama interior de la conciencia: allí se templa un alma que piensa, en medio de fuegos devorantes y abismos vertiginosos, que suelen derivar en las producciones más excelsas para el espíritu humano, la poesía.
Señala el primo, que: “En una sociedad tan desalmada y sin camino como la nuestra no están bien vistos los poetas. Para muchos, desde los fines de la historia ellos han sido un lujo que paga la burguesía en libros o recitales para entretener al gentío en males menores, o para que les entretenga a ella en su ocio de confort y buen vino”. Con gran pesar debemos de admitir que la modernidad se ha sometido a la disección geométrica de lo material, al hedonismo puro, a lo simple y lo mondo, todo sin lenguaje y sin estilo.
¿Qué es un poeta? Aunque sea vulgar la imagen, es el espejo de un alma; pero que en el azogue se proyecta a sí mismo, con la trasparencia del alma, en el horizonte abismático del mundo y de la vida. Sólo ellos nos pueden hacer comprender los fenómenos cósmicos de un bello atardecer o una noche de luna llena estando usted muy enamorado.
Ellos son reductores de realidades y apariencias que trasmutan en palabras, que aunque ellas sean de uso cotidiano para nosotros, en sus prosas artísticas, en sus estilísticas y en sus semánticas, ellas se acrecientan y nos sorprenden en ese cóncavo espejo con los que se mira el alma. En sentido profundo, esos vocablos nos producen en nuestras conciencias la quimérica unidad del ser y el quehacer.
Sólo las almas sensibles, verdaderamente grandes y libres pueden ascender a sus elevadas cumbres y disfrutar esa discordia del alma sensibilizada que “muere” y “vive” al mismo tiempo, pues solo así bajo cadenas de encantos primorosos, podremos disfrutar de esos preciosismos idiomáticos.
Pablo, no todo está perdido, hay hombres y mujeres valientes que se han atrevido a ser poetas y poetisas, que cultivan la belleza y la elegancia de la prosa. ¿Quién sería el primer aristarco que se atreva a negarle a la poesía sus encantos? Sí, lo hay y en la modernidad son muchos, por aquello de que: “el rumiante cérvido propende al accidente orográfico” (La cabra tira para el monte) como usted bien señala: “Al pasado no podemos volver, por eso al intentarlo, en el camino borramos de la memoria los días terribles, las traiciones y el dolor que cada tiempo contiene”.
Porque para ser poeta, no es sólo el problema de la construcción literaria, es más que eso, hay que sondear profundamente el espíritu, pasando por la conciencia dubitante que atraviesa al humano mundo en su búsqueda de la intransferible felicidad, es una revelación del aura para ayudarnos a ser superiores en esta transitoriedad terrenal. Por eso es mi gran admiración a nuestro Pedro Mir, Aída Cartagena, Neruda, Benedetti, José Mármol, Tony Raful, León David, Mateo Morrison, etc., etc.
Por favor no dejen de soñar, todavía quedamos muchos como Mckinney que, admirándolos, nos atrevemos también a espiritualizar encadenando las sinrazones del palpitante y amoroso corazón, con las exacciones de la inteligencia, sacralidades necesarias para sobrevivir en esta indiferente, truculenta, materializada y poco poetizada modernidad.