Cada año tenemos una larga y peligrosa temporada ciclónica. Los dominicanos la conocemos bien, porque desde tiempos inmemoriales hemos pagado un alto precio en vidas, deterioro urbano y rural y pérdidas económicas. Pero nuestra posición geográfica no nos permite escaparnos. Podemos, en cambio, tomar medidas para, como dicen los técnicos, gestionar los riesgos y salir con una menor cantidad de daños. Nos llama la atención, por sus implicaciones negativas, la cantidad de cañadas registradas en la República Dominicana. No conocemos el inventario exacto, pero disponemos de informes que dan cuenta de que solo en el Gran Santo Domingo (provincia Santo Domingo y el Distrito Nacional) hay 89 de estas cañadas, varias kilométricas y al borde de caseríos. Sabemos que la administración del presidente Luis Abinader ha desplegado un gran esfuerzo, sobre todo a través de la CAASD, para minimizar este mal. Pero la dimensión del mismo reclama más empuje, más involucramiento, más dinero y más urgencia. Las cañadas multiplican los efectos negativos de las vaguadas, las tormentas tropicales, los ciclones, los huracanes y hasta de un simple ciclo de lluvias.
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Son criaderos de patógenos que fomentan enfermedades, deslucen los entornos, provocan muertes y dejan a su paso estelas de contaminantes ambientales y humanos. El encache de las cañadas en todo el país, por tanto, debe ser una urgencia gubernamental programada, tal vez a un horizonte de tiempo de cinco o 10 años. Habla muy mal de las condiciones de vida de un país esas cunetas preñadas de desperdicios, patógenos, fealdad y, lo más importante, una realidad con la que cientos de miles de familias tienen que convivir. El día que tengamos menos cañadas, porque estén encachadas, las enfermedades serán menos y los gastos en salud se reducirán, los entornos se embellecerán, los ríos y arroyos se liberarán de contaminantes y las familias tendrán mejor calidad de vida.