Recuerdo con rabia el viejo Jaragua y su solemne estatura, no bailé en sus salones pero sentí nostalgia cuando lo tumbaron porque con su desaparición se mutilaba la memoria del pueblo dominicano, era un hito urbano y testimonio de una época, vimos cómo resistió a la dinamita y también cómo al pueblo no le importó lo que se hacía. Peor ocurrió con el Jaragüita, sucumbió frente a las mandarrias desmemoriadas en una noche.
Ni hablar de Gascue, la nostalgia es grande al ver desaparecer casonas que eran modelos de arquitectura, necesarias el estudio y situarlas en el tiempo y en el espacio.Hoy, frente a mis estudiantes de urbanismo, les pregunto qué significa para ellos el Malecón: al unísono responden: una bella avenida confiscada, no van porque no hay nada que hacer allá, es sucia e insegura. ¿Quiere, Roberto Salcedo más pautas? Y no cometeré el error de defenderlo, como lo hicimos con las obras de la Era de Trujillo por su valor histórico e identitario.
Para defender esa Avenida frente al mar Caribe, modélica por haber creado un espacio público emblemático, no hablaré de su diseñador, no hablaré de los privilegiados niños que se beneficiaron del Parque Ramfis, no recordaré el naufragio del Memphis, ni Güibia, espacio lúdico de la feliz juventud cómplice de la Era porque la mayoría de la población de la época era rural, confinada a labores agrícolas y no siente nostalgia por obras que no tuvo el privilegio de disfrutar esos espacios.
Para convencerles sobre la imperiosa necesidad de rescatar su Malecón, hay que hablarles de derechos colectivos, del derecho al paseo marítimo, al skyline de ese horizonte inmaculado que molestaba tanto a Ricardo Bofill, ver los barcos y cruceros en su destino final, las olas, el derecho a ejercitarse (cuando se cambie los mosaicos de Suberví por resbalosos) el derecho al paseo del domingo de las familias humildes, de los encuentros con la música y el punto final de todas las marchas.
Se debe exigir todos esos derechos, para convertir de nuevo a ese Malecón en un paseo cosmopolita e inclusivo, sin millones de pesos pero cargado de cien canciones y un millón de recuerdos.