Y siempre París y 2

Y siempre París y 2

París-París de Esteban Charpentier
Yo te saludo París,
cuando una rebelión de gárgolas
ebrias levanta el vuelo,
llevándose la catedral a los barrios pérfidos,
donde los jorobados por la vida,
ven cumplirse sus sueños jodidos de locura.
Y una tormenta venérea,
ahuyenta las baladas de los inválidos
que encendieron sus barcazas
en la Isle de la Cité,
para morirse putrefactos o buenos.
Ahí va, toma la ballesta, apunta,
el ángel de los pelos rubios
vuela con los dos corazones galos
y el mismo hábito de ausencia, macabro,
y otra vez errás el disparo,
que mata al gorrión parisino,
que escupe miserias en el pont d´Alma.
Y otros también disparan,
con poderosos flashes amarillos
al ángel, a las gárgolas, a los títeres de los claustros,
a los miserables que ahora, roban el pan.
Y mientras corro por las calles
mirando como vuela Notredame,
con sus alas de oro, dorado,
una mujer me patea un penal con una estrella,
en el arco donde se escondió tantas veces el sol
y que le da el tanto del triunfo
entre mis piernas agotadas por el espanto.
Yo te saludo París,
porque tu belleza tiene hedores del infierno,
porque tanta sangre ha corrido por el Sena,
porque eres el alma enamorada de un pintor enano,
porque cobijas a Chopin y hueles a cebolla,
porque de allí vinieron mis ancestros
sin saber que además traían el tango.
Y porque mi corazón sagrado,
volverá un día en una cigüeña negra,
a devolverte aquél pan que me traje,
y así me condenes para siempre a tu milagro.
En mis años parisinos comenzó una intensa campaña publicitaria en la que se anunciaba la apertura de un nuevo restaurante bautizado como Hipopótamus. Cuando llegaba una brisa fresca de mi padre ($$) intenté varias veces ir, pero me parecía que no debía gastar esa cantidad de dinero en una cena. El sueño de conocer el lugar quedó pendiente.
Treinta y dos años después, al volver a la ciudad que embriaga, buscaba un lugar cerca del hotel donde me hospedaba y vi el letrero: Hipopotamus, el restaurante de ayer, que había quedado pendiente en la lista de mis sueños no cumplidos. Entré, me senté en una mesa donde podía observar todo. Le pedí a la mesera que me tomara una foto: ¡Había cumplido mi sueño! Después volví a la realidad, el aquel lugar imposible, me di cuenta que no era ni es nada del otro mundo. Era, es todavía, un lugar para comer carne a la plancha con ensaladas y papas fritas. ¡Nada del otro mundo!
Escribí este artículo mientras esperaba la comida que había ordenado. Y al iniciar mis reflexiones, me di cuenta que el tiempo personal es tan diferente al tiempo histórico. Para el primero, un año puede ser mucho tiempo. Para el segundo un año podría ser solamente un número, porque los procesos históricos son lentos, y una década podría ser solo un soplo.
Los días que estuve en la ciudad que me albergó por más de cinco años, muchas décadas atrás, además de cumplir con las tareas asignadas de parte del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, decidí convertirme en una observadora del entorno. Tomé el transporte público: metro y autobuses. Un tiempo maravilloso del ir y venir de gente, de mucha gente.
La soledad de la gran ciudad, del europeo sigue siendo la misma que cuando era una joven llena de ilusiones y deseos de aprender. Durante esos años intenté hacer amigos franceses, de entablar conversaciones con todo el mundo (bienvenida inocencia), siempre me encontré con la misma realidad: la respuesta educada y cortante del que solo quiere vivir su vida y su pequeño mundo. Ayer leíamos libros para olvidarnos del otro mientras te trasladabas de un lugar a otro; ahora la gente juega con los celulares se comunica con el resto del universo, y olvida al prójimo más próximo que lo acompaña en su cotidianidad.
La gente sigue caminando de prisa para ir a alguna parte, a cualquier parte o a ninguna parte. La prisa sigue siendo una condición intrínseca de vivir en París. Hay que ir de prisa aunque no se tengan planes. Confirmado que la soledad es parte integral de estas culturas.
Siempre me deslumbró la belleza arquitectónica de esa ciudad europea. Siempre imponente. Siempre hermosa. La comunidad de París ha sabido combinar el ayer y el hoy en una simbiosis estética magnífica en que lo viejo es preservado a la perfección y lo nuevo se hace presente a través de guiños bien concebidos.
Constaté, como aquí, como en cualquier parte, que mientras en la biblioteca de la Sorbona hay gente preocupada por la historia del medioevo, en la calle, muy cerca de allí, hay jóvenes bailando el compás del rap.
Hay costumbres que se mantienen. El pan francés sigue siendo exquisito, aunque sea una simple baguete. Los quesos insuperables.
Mientras esperaba entre una cita y otra, pude pasearme por las librerías del barrio latino. El saber sigue existiendo, el libro sigue vivo, a pesar del mundo de la cibernética y de las bibliotecas en las nubes imaginarias de la electrónica. El libro sigue siendo el canto silencioso del saber universal.
Los franceses a fuerza de que quizás que hoy “la Francia” no es la misma “Francia”, y no es símbolo ni referencia en el competitivo mundo imperial, han obligado a los franceses de la calle a abandonar el orgullo. La gente de la calle fue amable y me sentí cómoda de mi francés aprendido hace mucho tiempo y con poca práctica.
Las conferencias, como en cualquier parte del mundo, son exclusivas de los poquísimos interesados. Los especialistas se reúnen entre ellos para hablar de las cosas que nos interesan, como seres extraños en un discurso solitario. ¡Qué tristeza constar que el saber es patrimonio de pocos, de muy pocos!
Viví allí mis mejores años de joven mujer ávida de conocimientos, de tragarme la vida y el saber. La única diferencia es que ya tengo treinta años más y que ya no me importa saber de todo, sino lo que me interesa desde mis entrañas y mi corazón. La curiosidad sigue siendo mi clave, pero sin tanta prisa.
Me sentí feliz de tener que utilizar el abrigo, el sombrero, una estola para proteger mi cuello, tener que adecuar mis calzados a la comodidad de la caminata, y no de la estética. Cambiar por las calles de París con libros, cartera…. Sombrilla porque llovía a cántaros y caminar por las calles, subir por el metro, bajar las escaleras para llegar al lugar indicado. Una travesía de pulpo urbano que 30 años atrás me encantaba, pero que ahora me agota y agobia.
Cuando fui a la universidad donde estudié me di cuenta de mi edad. Los grandes maestros de entonces ya partieron. El inevitable ciclo de la vida. Ruggiero Romano, mi amado y temido profesor, murió hace más de una década. La mayoría de sus colegas también partieron para dejar el lugar a nuevos maestros y nuevas teorías. Me doy cuenta que la “nueva historia” ya es vieja y que necesitamos seguir avanzando, pues nuestros paradigmas explicativos, novedosos entonces, deben ser revisados y replanteados.
Me reconvencí que la capacidad humana para el conocimiento es nimia y que el saber es infinito, tan inmenso como el universo mismo. Me di cuenta de mi pequeñez intelectual y de que no tendré vida para leer lo que me falta por leer. Decidí que mientras pueda, intentaré ver todo lo que pueda ver en este mundo tan mágico como maravilloso y preocupante.
Comprendí, ratifiqué más bien que la distancia de conocimiento con nuestro pueblo es inmensa. Comprendí que mientras los políticos utilicen la educación como un trampolín para la política y no sea una verdadera apuesta al futuro, nuestra realidad no cambiará nunca.
Mientras escribo estas notas, las demás personas ubicadas en las otras mesas hacen lo mismo que yo: encerrarse en su mundo a fin de alejarse del mundo del prójimo.
Los recuerdos son pasajeros y eternos en una bella paradoja existencial. Solo recordamos lo que nuestra mente ha seleccionado, pero no es la realidad
Adiós París, gracias por regalarme tanto.

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