¡… Y tenían razón!

¡… Y tenían razón!

PEDRO GIL ITURBIDES
Me disponía a defender a Juan Pablo Duarte Díez, pues en el exterior continúa la malsana campaña de tildarlo de racista, cuando topeté con un grupo de pedigüeñas haitianas.

Como me hallaba entre vehículos impedidos de moverse por agentes policiales en esquina de mucho aglomeramiento, decidí entretenerme. Miré, una vez más, hacia la camioneta suspendida en la pared de una importadora de vehículos. Volví la vista hacia el elevado que me quedaba ante mi rostro. Y, como por arte de magia, contemplé el grupo compuesto de dos mujeres adultas haitianas, una jovencita y cinco niños.

Recorrían las filas de vehículos, tocando con el nudillo de los dedos en las ventanillas de los conductores. Y me dije: «no podrás defender al pobre Duarte. Tendrás que callar por los insultantes panfletos que distribuyen en el tren subterráneo de Nueva York, en que lo tildan de racista. Porque he aquí, en tus propias narices, la prueba de la asquerosa forma en que mancillamos el honor de los haitianos. ¡He aquí la prueba de cómo esclavizamos a esa pobre gente! Como de todas maneras debía esperar, pasados diez minutos en tanto se engrosaban las ocho filas en paralelo que estábamos en la avenida de los Próceres, decidí hablar con una de las esclavas.

Me tocó la jovencita. Cargaba a grupas una criatura, hembra  también, de dos años aproximadamente. La acompañaba un varoncito que por su complexión parecía frisar los nueve años. Las otras dos mujeres se movían, al igual que esta niña, de vehículo a vehículo, con sus reclamos de dinero.

  ¿Te gustaría trabajar en una casa de familia?, inquirí a la mozuela.

Ocurre que Rossy tiene ayuda trisemanal, desde que se le fue Mencía, una sanjuanera de Jorgillo, que vivió con nosotros varios años. Esta ayuda la obliga a limpiar la casa y entrar a la cocina los días restantes de la semana. Estoica, no se queja. Pero de vez en cuando, mientras hablamos uno al lado del otro, me dice que le duelen las manos, que se le pelaron los dedos porque no nació para fregar, y cosas por el estilo. Y entonces, sin muestras de pesar, pero con una zurrapa de grueso calibre que adivino en su tono, me dice:

 – Cuando le hablaste a mamá, le dijiste que yo no haría nada. Que ni siquiera tendría que pelar papas. Y he tenido que pelar papas, y plátanos, ñame, yautía, yuca, limpiar arroz, habichuelas…

La monserga continúa sin parar. Pero he aprendido a hacerme elsordo en esos instantes supremos del matrimonio. De manera que cada vez que veo una de esas mujeres robustas pidiendo en las esquinas con un muchacho colgado del cuadril, me pregunto por qué no buscan quehacer remunerado. En principio decidí no bajar el cristal de la ventanilla y hacerme el loco, en lo cual soy experto. Pero, de pronto, recordé los sermones de Rossy.

Fue, en aquél instante en que hice la pregunta a la muchacha. No era precisamente robusta, aunque no enjuta. Debe estar entre los dieciséis o diecisiete años, y tiene fuerza suficiente para cargar a la niña que porta como señuelo. Y aunque nacida en Haití, ya está pidiendo, aquí, en la parte oriental de la isla, esclavizada por nosotros, bajo nuestro inclemente sol.

Simuló no haber entendido, y quedó con la mano extendida. Pero no saqué dinero, sino que repetí, de manera distinta, la pregunta sobre una ocupación a sueldo.

Lo que me respondió podría publicarlo, pues lo pronunció en creol, lo que me libraría de sanciones morales pronunciadas por ustedes. Pero volví mi pensamiento hacia el Padre de la Patria. El pobre, no estimó el daño que se hacía pronunciándose por la igualdad de las razas, e incluyendo mulatos y negros en su movimiento separatista. Tal cual lo perseguimos en vida, lo condenan ahora los enemigos de la dominicanidad, repartiendo, en el subterráneo de Nueva York, unas hojitas en que se proclama que fue un racista consumado. Él, que adelantándose a los blancos, mulatos y negros de  su tiempo y de años posteriores, entendió, de palabra y en los hechos, que todas las razas son iguales.

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