Y todos somos delincuentes

Y todos somos delincuentes

 MARIEN ARISTY CAPITÁN
Era domingo. Diez y media de la noche. Apenas estaba a cuatro cuadras de la seguridad total, cuando me asustó la visión de una patrulla mixta que exhibía sus armas largas con descaro y orgullo.

En ese instante, aunque les veo en esa esquina con frecuencia y es evidente que debería estar acostumbrada a encontrarme con dicha estampa antes de llegar a casa, me asaltó la incertidumbre: ¿habría algún agente de la Autoridad Metropolitana de Transporte (AMET) allí?

Al pasar frente a ellos, justo después de cruzar el semáforo que nos separaba, supe que no había ningún peligro. Y fue así como, después de respirar con alivio, me sentí como una delincuente a pesar de que sólo me había tomado tres copas de vino.

Estaba bien. Acababa de salir de casa de mi hermana Pilar pero, pobre de mí, había olvidado que en nuestro país la ley seca se ha instaurado al completo.

Entonces, ante la posibilidad de encontrarme con uno de esos alcoholímetros que dan positivo con un solo trago, me aterroricé. Mil imágenes se sucedieron frente a mí a partir de aquel momento. Era detenida por un AMET, para comenzar, porque el agente estaba aburrido y quería algo de acción. Yo parquee mi vehículo tranquila, sin quejarme y pregunté por qué me habían parado si no había cometido ninguna infracción. “Es una inspección aleatoria”, respondió el hombre al tiempo de agregar que estaban probando los alcoholímetros y quería hacerme una prueba.

La idea no me agradó. Pero, ¿qué me harían si decía que no quería? ¿Probarían el gas de pimienta conmigo sólo porque no me parecía justo que me detuviera a mí, que no había hecho nada, en lugar de haber parado a uno de los dos imbéciles que iban detrás de mí y se saltaron la luz roja? ¿Y si la pimienta me daba alergia y me causaba alguna reacción que pusiera en peligro mi integridad física?

Ante la duda, y a pesar de las tres copas de vino que me había tomado, me hice la prueba. Como esperaba, salió el letrero de “no driver” y, por tanto, quedé automáticamente etiquetada: estaba, aunque completamente sobria gracias a la gran dosis de pollo que había comido en casa de mi hermana, alcoholizada.

Con la advertencia, saltaron las alarmas. No podía conducir, me explicaron, por lo que se llevarían mi carro. Entonces protesté. Dejaría el carro allí mismo, donde lo había parqueado, y me iría caminando a casa; que me pusieran la multa, que la pagaría con gusto, agregué a pesar de mi inconformidad, porque mi carro no se lo iban a llevar.

La luz verde me sacó de mis cavilaciones. Había llegado el momento que temía: pasar frente a la patrulla y descubrir si estaba o no en peligro. No había nadie, no me detuvieron ni me miraron. Y llegué a casa. Una vez a salvo, pensé en lo desagradable que resulta vivir en una ciudad donde impera el acoso.

Inconformes con cobrarnos hasta la respiración, las autoridades se han dedicado a coartarnos la existencia.

Primero nos ponen un horario y después nos dicen que bebernos un trago nos convierte en un delincuente al que tienen que enfrentar, sin importar si estamos ebrios o no (estoy en contra de manejar borracho, pero con un trago pocos se embriagan). ¿Lo peor? Ni siquiera tienen la delicadeza de explicarnos cómo harán las cosas.

Son muchas las interrogantes que me asaltan al pensar en este tema. ¿Qué harán con los carros (se los llevarán para que uno tenga que pagar para recuperarlo) y con los conductores; cómo pondrán las multas, dejarán que alguien vaya a buscar al “condenado”, lo tratarán con decencia, se apostarán en todos los lugares de la ciudad o en el centro de la ciudad? A juzgar por la primera prueba, realizada en la Roberto Pastoriza con Lincoln, parece que el acoso será selectivo.

Para evitar problemas, habrá que quedarse en casa. Lo siento por los que vivían del otrora movimiento nocturno de la ciudad porque, por cobrarnos más multas, estamos inaugurando la “República Mojigata”.

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