Ya no quedan excusas

Ya no quedan excusas

MARIEN ARISTY CAPITÁN
La tupida arboleda, en completa soledad y abandono, se mece al ritmo candente de la afluencia del Artibonito. Pese a la brisa que baila junto al río, ofreciendo a la estampa un halo de magia inigualable, el infierno parece haber encontrado aquí su morada. Hace calor. Mucho calor.

Junto al sudor, un grito de auxilio nos sacude. Es la Naturaleza, empeñada en que nos fijemos en cuanto nos rodea, la que nos obliga a voltear la mirada. Entonces la vemos. Sin nombre aún, sin destino aparente y sin futuro evidente, su lejana figura parece más la de un espectro que la de una persona.

Con paso quedo, producto de los años, ella va acercándose para descubrirnos su oscura tez mulata, el dejo de su crespo pelo negro enredado, una mata de canas y unos ojos azules que se ven gastados de tanto mirar.

Ya frente a nosotros, y después de ofrecernos una sonrisa que luce incompleta por falta de cuidados, doña Carmen Arnud habla de una vida muy dura y muy difícil de imaginar para quienes hemos crecido lejos de esta tierra que está en medio de la nada: al final de Pedro Santana y colindando con Haití.

Cuando doña Carmen comienza a conversar sus mejillas se encienden. Quizás, la culpa sea de una confesión que parece incierta: esos 55 años que dice tener aunque aparenta muchos más.

Su rostro surcado por gruesas fisuras, sus manos llenas de callos y sus pies ennegrecidos y duros le agregan casi 20 años. Puede que la responsable sea la lata de pasta de tomate que lleva en la mano: para llenarla, con un morito que debe conseguir en cualquier lugar, ella sale cada día de Guayajayuco, cruza el puente que se levanta sobre el Artibonito y llega hasta Pedro Santana.

“Tengo una hermana por aquí y vengo a darle vuerta”, dice mientras reconoce que su hermana suele darle de comer. Y agrega: “yo me dedico a lo que Dios y María Santísima quieran. Se vive como se puede”.

Ese vivir como se puede, tal como contaba doña Carmen, se resume en tres palabras: con muchas precariedades. Aquellas que recordé el lunes pasado, cuando leí que el senador por Elías Piña, Adriano Sánchez Roa, se quejaba de que sólo el 12% de la población de la provincia tiene agua potable, mientras el 46% tiene servicios sanitarios, el 38% es analfabeta y apenas el 19% recibe ingresos suficientes para sobrevivir.

Los fríos números plasmados en el papel parecían mencionar a doña Carmen, quien indudablemente se encuentra entre ese 81% que no recibe los “ingresos mínimos suficientes”, citando al legislador.

Pero, ¿por qué no los recibe? Porque gastó sus fuerzas sembrando habichuelas, maíz, guandules… hasta que el cansancio se instaló en su cuerpo, obligándola a depender de una ayuda de RD$100 ó RD$200 que de vez en cuando recibe de sus hijos o de los militares que cuidan la frontera.

Esto fue lo último que dijo doña Carmen antes de irse con la lata de moro que habría de comerse en cuanto nos perdiera de vista. Reviviendo lo triste de su partida, por lo marchito de su caminar, no puedo más que pensar en todos aquellos que terminarán sus días como ella.

Si tomamos en cuenta que la población de la zona tiene una educación promedio de cuatro grados porque la mayoría de los niños desertan en el quinto (después de hastiarse de ser sacados constantemente de las escuelas para que trabajen en las cosechas), serán muchos.

Los menos, como dice la profesora Noemí Ramírez, lograrán la proeza de terminar la primaria después de durar de diez a quince años estudiando -la situación es tal que muchos duran hasta siete años en el mismo curso-; y dejarán de esperar que llegue cada primavera para hacerse al conuco y ponerse a sembrar.

De cualquier manera, es difícil augurarles un buen porvenir. Para lograrlo, y evitar que terminen como doña Carmen, nuestros gobernantes deben dejar de hacer política y ponerse a trabajar. Con la carta de la reelección en la mano ya no quedan excusas: sólo un año para volver a convencernos.

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