Yerba que ‘ta pa’ un burro…

Yerba que ‘ta pa’ un burro…

COSETTE ALVAREZ
A pesar de ser nacida y criada en el área metropolitana de la capital, hace demasiados años que siento que esta ciudad me expulsa. Por eso, cada vez que puedo, salgo de ella, así sea por un par de horas. Vuelvo y vuelvo, pero siempre me quiero ir. Por razones que ya les conté (fui engañada por un alquilador de casas ajenas y tenía el tiempo encima para devolver un apartamento prestado, ¿recuerdan?), he venido a parar a lo que muchos llaman Altos de Arroyo Hondo III, pero en realidad es Villas Claudia, un residencial construido en pleno cinturón verde de la ciudad con la debida anuencia de la sala capitular del honorable Ayuntamiento y demás instancias gubernamentales de las que firman y sellan permisos.

Mientras todos encuentran que el lugar es tranquilo, yo tengo la suerte parida. Infiero que me ha tocado el único vecino bulloso del barrio, que un día sí y el otro también se sienta en la acera sin camisa a bajar su litro de whisky y a escuchar la bachata, obligando a todo el vecindario a escucharla sin preguntar si nos gusta, si estamos de humor o si hay alguien enfermo, achacoso o cansado en alguna de las casas colindantes. Como Radio Guarachita, no tiene hora fija para apagar sus bocinas, mucho menos bajarles el volumen.

Eso, por no contarles la naturalidad con que la dueña, que se construyó una casa encima de la que me alquiló, entiende que puede gastar el agua y la luz que yo pago, porque la ingeniera instaló esos servicios en común y «si no le conviene así, ya sabe lo que tiene que hacer». ¡Sin poder mudarme, con lo que cuesta instalar un inversor, un teléfono, el cable, el internet, la carpa del patio, los abanicos de techo, etc.! ¿Para qué voy a hacer ese gasto a otra vivienda alquilada? Aunque quisiera, no podría.

Siempre pensando en desgaritarme de la capital buscando un poco de paz, y viendo cada vez más remotas las posibilidades de ser reubicada en el servicio exterior (en ese sentido, me siento con el agua puesta hace rato), aproveché un dinerito que me llegó junto el último día del gobierno de Hipólito, que pagaron todos los atrasos incluyendo la regalía del año pasado, y lo di como parte del inicial para un apartamentito en Bávaro, con la idea de mudarme para allá y hasta poner un pequeño negocio en el mismo recinto. Ya me veía montando bicicleta seguida por mi perra, bañándome en la piscina o en la playa antes y después del horario de servicio de mi soñada microempresa. Una vida organizada, estable, lejos del mundanal ruido.

Después que me dejé cautivar por los jóvenes emprendedores que me atendieron, más la confianza que me dio saber quiénes eran los abogados, no voy a contarles el efecto que me hizo saber quiénes eran los socios de esa compañía constructora. Sólo les repito que no hay forma de adquirir nada en este país sin beneficiar a un desgraciado, o a dos. Por poco me caigo muerta del pique, la indignación, pero deshacer el negocio representaría una pérdida con categoría de lujo que no puedo darme.

En estos días, que fui a completar el mencionado inicial, se me dijo que en vez de mayo, estarían listos en febrero, tres meses antes de lo previsto, cosa que me extrañó muchísimo, habida cuenta de los huracanes, los puentes rotos y demás estragos, por lo que me di una vueltecita por allá, a ver cómo andaba eso.  Nada, no creo que ni para mayo, como prometieron originalmente, estarán listos, lo cual me alivió bastante de la presión de un eventual financiamiento tan pronto, pero para que sepan que la yerba que está para un burro no hay yegua que se la coma, ¿qué creen que encontré?

Las casas que ya están ocupadas, que son muchas, con sus lavadoritas plásticas rodeadas de palanganas y cubetas, más los charcos de agua en la marquesina, todo el frente lleno de ropa tendida (por supuesto, la ropa interior también), y una bachata a todo dar. (Lo siento, Joseph, pero detesto la bachata, lo que no me impidió atender a cuerpo de rey a todos los artistas y no artistas dominicanos que se acercaron a nuestra embajada mientras estuve en Guatemala. En Italia, no llegó ninguno durante mi corta estadía allá, que yo me haya enterado).

Creo que estoy volviéndome paranoica. Me siento perseguida por la bachata, por las ropas tendidas en el frente, por las lavadoritas plásticas, por los vecinos bebiendo en la acera sin camisa. ¡Tanta gente que cree que esto es Arroyo Hondo, un sector exclusivo! ¿Se imaginan lo que significará mudarnos a Bávaro, creyendo que hemos hecho una excelente inversión, que encontraremos un óptimo mercado de trabajo, que viviremos en la sucursal del paraíso, a diez minutos de una hermosísima playa, cuando lo que tenemos es el estómago encogido de sólo pensar que apenas hemos visto el principio del principio con los vecinos que nos esperan? No sea nadie pendejo.

Antes de irme a Guatemala, vivía en el Mirador Sur y mi gran paisaje desde la galería, eran las prendas íntimas de un funcionario de AMET. Si miraba a la izquierda, eran las de un coronel de la Policía, y a la derecha, las dos de los suegros de un conocido político. De la música a todo volumen, no se puede ni hablar. Fueron demasiadas las veces que se nos despertó con un radio de yipeta conducida por un vecino que llegaba más que contento a su casa, de madrugada.

En Gascue, era un colegio enfrente: la ocupación de nuestros estacionamientos, los alumnos escapados metiéndose en nuestros zaguanes y callejones, las quermeses pro fondos, los discursos gangosos a la hora del himno y la bandera, etcétera, etcétera.

En Costámbar, era un alemán metiéndose en la piscina con su perro, «que no era como los de aquí», pero tenía garrapatas de aquí, más las que trajo de Alemania. Y un italiano que, cuando no había luz para la bomba del agua, se metía a bañarse de cuerpo entero, enjabonadito, en la cisterna común.

Ahora, díganme ustedes, ¿adónde es que vamos a vivir? Hablo de vivir en paz, de poder llevar a cabo un plan de vida, sin miedos, sin molestias, con niveles adecuados de convivencia, cada uno con concepto de sí mismo y del otro.

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