Ylonka Nacidit-Perdomo – La traición de los intelectuales

Ylonka Nacidit-Perdomo – La traición de los intelectuales

Ahora que en los medios de prensa escrita se publican documentos, comunicados o proclamas de apoyo a uno u otro candidato de los partidos tradicionales mayoritarios en medio de la coyuntura política con la firma de escritores, artistas plásticos, músicos, cineastas, animadores o promotores culturales, etc., es oportuno preguntarse ¿para qué sirven los intelectuales y sus premios?

La exaltación del intelectual moderno por el Estado merece una minuciosa ponderación. La idea que primaba a principios del siglo XX de que los intelectuales era una «clase de individuos cuya acción debe consistir en invitar a sus conciudadanos a sentirse en lo que tienen de común con los demás hombres» está muy distante. Hoy ellos con sus doctrinas hacen el juego a las pasiones políticas. Exaltan el egoísmo, la adhesión a lo particular, guerreándose entre sí con una máscara anémica de ética, opuestos al sentido de lo histórico. Su más alta función en la actualidad es la parcialidad política, un voluntario pragmatismo que sustituye a los valores.

Su arsenal ideológico es la falsa fidelidad a lo nacional con una afición de clisés. Su hoja de vida no deja preocupar porque han perfeccionado el simulacro, la miseria humana, la burla, los apetitos de la pequeña burguesía, una cultura de ghettos, y de masacradores de reputaciones.

Las pasiones políticas han hecho que los intelectuales pierdan el sentido de coherencia. Su existencia dentro de lo real es snob, independientemente de lo colectivo. Esta gente del siglo XXI recibirán la severidad de la historia. Las masas le echarán al olvido, puesto que están cansadas de intelectuales de forum, sin alma de ciudadano, participando del sugestivo espectáculo de la repartición de cargos y prebendas públicas.

El intelectual dominicano (llegado al poder en 1996 y en el 2000) ha perdido toda su fuerza persuasiva, quizás porque nunca fueron hombres de pensamiento ni de ninguna acción de compromiso, y lo evidencia su «affaire» con el oficio de funcionarios de Estado, erigidos en jefes espirituales del parnaso literario.

Sin embargo, en medio de la decadencia de la nación dominicana, arrinconados sus intelectuales en los tentáculos del poder político, perdidos en el infortunio del individualismo, la vanidad y la ruina de su condición humana, que los hace seres execrables, queda una gran antorcha de dignidad en las manos de Franklin Franco, Roberto Cassá, Antinoe Fiallo Billini, Amadeus Julián, Lupo Hernández Rueda, entre otros, como referentes obligatorios de individuos signatarios de una extraordinaria obra creativa, de reflexión, de aportes significativos al saber que pueden exhibir.

Un ejemplo de lo anterior lo tenemos, a la vista de todos, con los premios. Los premios en la República Dominicana a la literatura abren una gran discusión. Apenas una sabe si realmente se reconoce al «creador» o a una «capilla literaria» de genuflexos camaradas. Desconocemos si premiar es una labor cultural pública o privada, que da importancia a la puesta en práctica de una estética socialmente relevante, o si por el contrario es, el ejercicio de un mecenazgo para canonizar a un artista, a un escritor, etc.

Una se pregunta si los premios son para la promoción de la literatura, para incentivar a los compradores de libros, para lanzar «bestsellers» o un recurso de marketing donde se concentra la bondad de sus auspiciadores como un gesto de cooperativismo para salvaguardar la memoria cultural de un pueblo.

Los premios en la República Dominicana, sobre todo los del sector literario, hoy por hoy, son una vendetta que ha afectado al intelectual, a los valores… expresando una crisis de interés epistemológico.

Sin pretensión exhaustiva, los premios (creemos) deben ir en tres direcciones: como un reconocimiento a: 1. las corrientes literarias predominantes y sus influencias en la transmisión de valores; 2. al ejercicio libre del oficio de escritor, a su talento y experiencias y ulterior existencia profesional, y 3. teóricamente, como un reconocimiento a las posibilidades de articulaciones de la autorrealización del interés individual en el interés colectivo, siempre que el autor entre un contacto con ámbitos vivenciales propios de su generación.

Los premios, en su conjunto, son ofertas del mercado, una oferta cultural influenciada en el plano local por lo político a través de instituciones intervencionistas que encauzan las tendencias. Los premios se han convertido en una presea «elitaria» en la cual la opinión pública no tiene fuerza, sólo los grupúsculos responsables de planificar los contubernios.

Para otorgar un premio, sea cualesquiera, la labor intelectual del autor debe estar y venir avalada por una calidad pública que es, la que va más allá de los valores estéticos, basada, sin lugar a dudas, en unas relaciones humanas vivas.

Una está obligada a convenir que la responsabilidad pública del jurado de un premio, se juzga en el gran tribunal de la sociedad, que el déficit de conocimientos y la apreciada carencia de posibilidad de calificación toca a muchos que están (transitoriamente) en la cima de la montaña, exhibiéndose en el escenario de la competencia sin pulcritud.

Y como vivimos en un estado democrático la participación activa y crítica de la opinión pública siempre será la otra campana, la alternativa de presión cuando previamente se sabe (y está demostrada) que la complacencia política (no sólo ahora) ha enrarecido el clima intelectual. Sin embargo, no nos resignamos a esta especie de tolerancia que descalifica a un contingente de asalariados autores que no son «profesionalmente» libres.

Sólo me resta recomendar la lectura de Julien Brinda y su libro «La Traición de los intelectuales», en especial esta nota: «(…) la misión del intelectual no es un oficio solamente, sino un sacerdocio -como todas las misiones y todos los oficios desempeñados a conciencia (…) cuando el hombre olvida ese «sacerdocio», entonces traiciona su cometido con el mundo».

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