“Yo no maté a mi esposa”

“Yo no maté a mi esposa”

En el triste mundo de las drogas ocurren barbaridades que estremecen al más indolente de los mortales y consternan a la sociedad como un todo al advertir impotente que el consumo de drogas narcóticas suele cansar increíbles tragedias.

Accidentes automovilísticos que han engrosado estadísticas aciagas por exceso de velocidad e imprudencias propias de los consumidores que de hecho afectan sus conductas y transmiten sus perturbaciones hasta la preocupación colectiva.

Los enfermos no reparan, porque viven una ambientación contraria a la normalidad de la vida y por tanto afectan a los demás sin rencores ni temores, simplemente porque un endrogado está encuadrado en extraños limbos y densas nebulosas.

Buena parte de la extensión del síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA) debe su vertiginosa transmisión a los drogadictos y millones de familias en el planeta descuartizaron su equilibrio doméstico.

Los drogadictos malversan fortunas cuando sus fumiliarcs tienen lo suficiente para que tal cosa suceda y es habitual observarlos empeñando las prendas de sus padres o vendiéndolas para conseguir un “buche”.

Militares que perdieron sus carreras de muchos años por consecuencia de ese maldito vicio; banqueros que han perdido la confianza ganada a lo largo de muchas horas de sacrificio; trabajadores en cementerios que venden cadáveres para adquirir un par de gramos con el producto de ese tétrico negocio.

Madres que venden su embarazo para satisfacer el desgraciado momento de un placer efímero; profesionales que negocian los secretos de su área de trabajo; conductores que matan y se matan.

Policías que disparan endrogados, casos estos que se han visto en los Estados Unidos; monjas que abandonan sus hábitos y pilotos que han asesinado a sus pasajeros sin ser terroristas.

Políticos desertados de sus convicciones para trastornar a seguidores de su filosofía original cambiada por el trasiego material de la droga que sepulta ideologías y en ocasiones alcanza el negro nivel del terrorismo.

Amnesia que conlleva a borrar todos los principios éticos, sociales y morales y que para los fines de lugar justifica el título de la entrega amorosa de este servidor de la División de Prevención, apéndice institucional de la DNCD.

Y para que usted, amigo lector, no se desespere aquí le va el caso de un empresario apresado una media noche cualquiera y conducido a un destacamento policial acusado de homicidio.

Al día siguiente, quizás a las diez de mañana, el prisionero llamó al carcelero, un sargento de la uniformada, y le preguntó por su abogado, al tiempo de requerir la presencia de su esposa.

El sargento del cuerpo civil armado le respondió al prisionero que “seguramente que su abogado llegará más tarde, pero en cuanto a su esposa es imposible que se apersone, porque usted la mató anoche”.

“Yo no maté a mi esposa, yo no maté a mi esposa”, repetía importante el impetrante que por consecuencia del consumo de drogas narcóticas había dejado cinco hijos en la orfandad, a una familia destruida y a la sociedad atribulada. ¡Oh Dios, líbranos de ese desgraciado mal!.

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