Yo quería decirte algo…

Yo quería decirte algo…

Pero no pude. No supe cómo decírtelo. No encontré las palabras precisas. Quizás fuera  mejor no decirle nada, me dije. Nada que pudiera verse como una necia intromisión de alguien que pretendiese, acaso, evitar tu vuelo de paloma. O del águila serena, empeñado en remontar la cima, como tu  padre; como lo han hecho siempre los inmortales, desafiando el peligro,  sin temer  el abismo de incomprensiones que se levanta y no logra doblegar los nobles ideales erguidos en la frente con singular determinación y coraje. Con su verdad abierta y sangrante, que nos enseña  la rebeldía: “la vida  no vale nada si tengo que posponer otro minuto de ser y morir en una cama…”

Por eso no valía la pena escribirte.  Tuve miedo de perturbar tu sueño de soñar con una patria digna, libre y hermosa, forjado al calor de los ungidos, los que luchan y han luchado siempre alzando la tea de la justicia, llevando en su pecho la llama inextinguible de la solidaridad humana: la libertad,  la dignidad, el decoro, el patriotismo, fieles a  su destino: “Dulce y decoroso es morir por la patria.”    

Había leído tu crónica (¿era tuya?) demoledora, sobre del glamoroso desfile militar de nuestras gloriosas fuerzas armadas, marchando frente al mar Caribe, Frontera Imperial. Maravillosamente equipado, conmemorando el nacimiento de la patria de Duarte “libre  y soberana, independiente de toda dominación extranjera.” Y temí por tu vida porque   pensé en ti o en alguien como tú, casi sin conocerte;   y  en los que creen que pueden matar, perseguir, secuestrar y reprimir las ideas libertarias. Acabar con los sueños libertarios de  todo un pueblo, porque  piensan sólo en la palabra “mío”, del sujeto “Yo”, de un cosmos, “un hijo de Manhattan.”  No en nosotros, no en nuestro país agreste, “sencillamente  triste y oprimido.”

Y pensé en Orlando Martínez, vilmente asesinado, a quien sigo recordando y  queriendo como  el amigo fraterno que siempre fue y no se ha ido  por las ataduras que nos dejara  su corazón cuando hizo suyo el pensamiento de Terencio: “Nada humano me es ajeno.” Y rubricó, con su vida y  su muerte, con su sentir y pensar profundo, legándonos  su Microscopio donde supo plasmar la bestialidad de seres aborrecibles que ocultados en lo obsceno de la impunidad, llenan de pavor la vida de los otros.

Por eso decido escribirte ahora, como pude hacerlo después de su alevosa muerte, con  un ruego que quiere ser poema y canto repetido cada 17 de marzo, abrazado al  dolor insondable de sus padres, Don Luis y Doña Adriana, de sus camaradas y amigos que piden justicia: “Que no se vaya el metal persuasivo de tu voz/. Que no se pierda el calor verdad de tu acento/ Que con tu vida, que se nos va, nos quede el aliento/ de luchar por una vida mejor.” Más que nunca, unido al dolor, a la  indignación de Fabiola y Claudio, sin saber si la bala asesina que tronchó tu vida se extravió o equivocó el blanco perseguido. Elevo el mismo ruego y hago el mismo reclamo de justicia, porque  nadie, absolutamente nadie, merece  una muerte tan miserable y cobarde.    

Publicaciones Relacionadas

Más leídas