Yo, Trujillo

Yo, Trujillo

R. A. FONT BERNARD
Con la erudición y la capacidad analítica que le eran características, el escritor y poeta Enriquillo Sánchez formuló en una ocasión un original señalamiento, conforme al cual «el trujillismo es algo de que se habla, y que nadie que lo haya vivido desconoce su lenguaje». Agregando, a la vez, que no se ha escrito aún, la novela trujillista. De hacerlo, precisó, «tendría que ser la aventura de un relato, no el relato de una aventura». Una directa referencia a la pedantería novelesca de Mario Vargas Llosa, y a la vez, una confirmación de nuestra percepción del «enigma Trujillo». O sea, la leyenda, no solo de un hombre, sino de la primera mitad del siglo XX dominicano.

Hasta los días del presente, en todos los intentos de estudiar el período histórico que se inicia en nuestro país, en 1930, la presencia de Rafael L. Trujillo figura de una u otra manera, con una vigencia cuya explicación espera tiempo y lugar. La llamada “Era de Trujillo” es una fotografía moral de una época de nuestra vida republicana que tiene muchas fases, y a todos los que han intentado retocarla, les ha faltado la serenidad de juicio necesaria para no desfigurarla. Unos, estimulados por la nostalgia, y otros impulsados por el odio o por el resentimiento. En una u otra forma “el enigma Trujillo” pervive, cuarenta y cuatro años después de su muerte, como una especie de efecto que gravita sobre el ser social dominicano de nuestro tiempo.

En un externo documento dirigido “Al País”, y publicado en el periódico “La Opinión”, el 28 de abril de 1930, sesenta intelectuales, entre los que figuraron Manuel de Jesús Galván hijo, Emilio A. Morel, Manuel Alfaro Reyes, Andrés Avelino García, Francisco Benzo y Jaime Vidal Velásquez consignaron su solidaridad con la candidatura presidencial de quien fue considerado por ellos como líder de los nuevos tiempos, “el hombre que no necesita de la fuerza para arrebatar las muchedumbres y atarlas a su carro de victoria”. Ese hombre era Trujillo.

Dos años antes, Trujillo había sido calificado por el periodista Abelardo Nanita como “el bizarro general”. Y en una cena organizada por “un grupo de personalidades pertenecientes a nuestro mundo político social”, conforme lo consignó el periódico Listín Diario, se le reconoció como “una eventual opción frente a las incertidumbres del futuro”. Entre esas personalidades, el cronista anotó los nombres de Arturo Pellerano Sardá, director del Listín Diario; el licenciado Elías Brache, don Andrés Cordero, don Salvador Durán, don José María Bonetti y don Miguel Guerra Parra. Ese año, alguien que estaba reconocido como una de las figuras más respetadas del Congreso Nacional, el licenciado Luis Felipe Mejía, sería posteriormente uno de los más activos lideres del exilio antitrujillista, y autor de la obra titulada “De Lilís a Trujillo”.

No obstante los atropellos de que se hizo objeto a los grupos opositores del año 1930, el tono renovador de “los nuevos tiempos” se imponía entre quienes hablaban con desdén de “un pasado de oprobios definitivamente sepultado” y exaltaban a la vez las virtudes de “un joven incontaminado, presto a tomar los controles del país”, conforme a la apreciación del licenciado Arturo Logroño.

En un artículo publicado en el periódico “La Opinión” el 14 de agosto de 1930, el joven licenciado Joaquín Balaguer preguntaba: «¿Qué traerá el general Trujillo en su mano promisora? ¿Cuál será su programa, cuál su inspiración, cual su sistema? Para algunos, será el dictador que centralizará en sus manos toda la máquina administrativa, y que mirará los nobles timbres de la libertad ciudadana con ojos desdeñosos. Para otros, será un constructor que realizará su obra con fervor de iluminado. Pero todos, amigos y enemigos, presienten en él a un hombre superior, preparado para las grandes empresas, enérgico y sincero, con el más amplio sentido de la responsabilidad y con la más firme voluntad de mandar que ha presenciado la República, a través de sus largas desventuras”.

A ningún gobernante dominicano se le han tributado elogios como el siguiente: “Su milagrosa luz llenó las eras, clareó las rutas, marchó los hitos del trabajo y de la paz.

“Palabras nuevas preñadas de símbolos”.

Para el sobresaliente narrador, desdoblado en sociólogo, profesor Juan Bosch, Trujillo fue el resultado de la propia historia dominicana, ya que a su juicio, “las grandes líneas sobre las que se formó el pueblo dominicano se cruzan en un momento dado, y al cruzarse, dan de sí la naturaleza biológica, psicológica y militar de Trujillo”.

¿Por qué la sociedad dominicana del tercer decenio del pasado siglo, socialmente cerrada, y en la que aún quedaban remanentes de los hombres que protagonizaron las luchas civiles subsiguientes a la muerte del Presidente Ulises Hereaux, se plegó ante su advenedizo, o se replegó, humillada, a sus habitaciones? ¿Cuáles motivaciones tuvieron los más sobresalientes intelectuales de la época para ponerse incondicionalmente al servicio del llamado “hombre nuevo”? ¿Por qué la inmensa mayoría del pueblo –véanse las fotografías de las “revistas cívicas” de los años treinta– le apoyó activa y decididamente?

Aún sea con repugnancia, se ha de admitir que el protagonismo político de Trujillo abarca todo un tercio del siglo XX dominicano y supera en mucho al de la mayoría de nuestros prohombres del pasado. Fue la suya, una de las esas vidas que escapa a la teoría de la herencia, y que no cabe en ninguno de los diagramas con que se marca la geometría de los destinos. Trujillo no tuvo hada madrina, ni ángeles tutelares. Fue un hombre que vivió en la posesión absoluta de sí mismo. Figura él en la historia de nuestro país como el más odiado, pero a la vez el más amado de nuestros gobernantes. No obstante los cuarenta y cuatro años de su trágica muerte, se le puede odiar, admirar y hasta posiblemente idolatrar. Pero se dificulta entenderlo, porque no se ha determinado si fue un dictador o un tirano, y porque el trujillismo no fue una ideología, como lo fue el fascismo, por ejemplo. Los dominicanos del presente no sabemos aún quien fue Rafael L. Trujillo. Tampoco posiblemente lo sabrán los dominicanos del futuro. El año 1930 fue el “hombre nuevo”, cuarenta y cuatro años después de su muerte caemos en la tentación de creer que su intuición y el conocimiento del ser social dominicano de su tiempo, le fueron más útiles que su sable.

El 30 de mayo de 1961 cayó en un charco de sangre, como había vivido. Protagonista principal –como lo aseveró el escritor y poeta Enriquillo Sánchez– de una novela que aún no ha sido escrita.

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