Por más que pretendamos prepararnos para aceptar la muerte nunca lo logramos. De nada valen admoniciones como la de Gandhi nacimiento y muerte son etapas de una misma vida ni la esperanza de resurrección en religiones monoteístas o de reencarnación o transmutación en filosofías orientales. Menos los deseos de descanso del moribundo o convencionalismos sociales.
Minutos antes expresé a su esposa dejarlo partir, como días antes advertía a sus hijos ante pronósticos médicos. Pedí para él lo que deseo para mí: liberación de tormentos ante enfermedades irremediables, olvidando efectos depuradores testimoniados por Jesús crucificado.
Nada de eso vale al momento de desprenderse hacia lo trascendental. Quizás porque brindan la ocasión de pasar páginas de convivencias que cuando son tan largas como medio siglo, obligan a ponderar las que han valido la pena y las que terminan siendo fútiles.
Eso sucedió con la muerte de Yuyo. El repaso de páginas no fue como la lectura rigurosa de un libro sino como la inserción en carpetas de hojas sueltas que finalmente se ensamblaron hasta conformar una vida coherente. Así era él.
Concuñado de hijo de Trujillo, su casa fue anfitriona de conspiración contra el régimen, renunciando a los privilegios que esa relación determinaba. Recordé sus cartas desde el exilio a los círculos de estudios de la Agrupación Católica Universitaria remitidas a través del Padre Marcial Silva sobre la fundación del Partido Revolucionario Social Cristiano que posteriormente tuvo efecto en su casa. Se alejó de la vida partidaria cuando comenzaron a surgir los conflictos propios de nuestro sectarismo vernáculo heredado del caciquismo, volcando sus inquietudes sociales en apoyo de la promoción social y desarrollo comunitario que en aquellos tiempos priorizaba la praxis socialcristiana. Por ésta razón fue designado por Balaguer en IDECOOP, posición que aprovechó para aproximarlo al socialcristianismo al coincidir su presidencia con la de Rafael Caldera en Venezuela, donde había vivido exiliado y conocido tanto a él como a Arístides Calvani, entonces canciller venezolano, a quien trajo al país precursando la fusión del reformismo- socialcristianismo.
Estas relaciones acreditaron su designación como embajador en Venezuela. Siguió la carrera diplomática obteniendo recursos importantes para nuestro desarrollo, aprovechando sus vínculos con la internacional democristiana. Siendo ministro de Industria y Comercio prohijó reformas a la ley minera aprovechando experiencias chilenas.
Inquieto pero desprendido. Arrojado pero conciliador, tanto que contemporizaba con todos: cercano de Balaguer, protegió a opositores de herederos de la barbarie como reconoció Peña Gómez cuando fuimos a expresarle nuestra solidaridad tras los comicios del 1966. Presuponía discrepancias anticipadas para viabilizar amistad y solidaridad.
Un espíritu escaso que merece resucitarse.