Zanahorias enterradas

Zanahorias enterradas

Mi maestra en la escuela elemental explicaba: “isla es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes”. Era una maestra muy bonita, cariñosa, con enorme encanto para atraer a los niños y captar su atención. Con ella resultaba fácil aprender lo de las raíces fibrosas y tuberosas. Las plantas “son distintas por fuera y por dentro”; no sólo las hojas son diferentes, sino también lo que tienen bajo tierra. Para hacerlo patente enseñaba en la clase una zanahoria. Los niños comentaban: es difícil escapar de una isla ¡Claro está, habría que ser nadador experto o propietario de una embarcación!

En la mente infantil quedaba fijada la idea de que vivir en una isla era como estar recluido en la celebre prisión de Alcatraz. En la época de Trujillo el sentimiento de estar confinado alcanzaba a jovenzuelos que no entendían de cosas políticas. También “estaba claro” que el hermoso color de la zanahoria no puede apreciarse hasta haberla sacado de la tierra. La maestra nos ponía en contacto con los objetos que nos rodeaban. En el aula colocaban platillos, con tierra y agua, para que viéramos germinar granos de maíz y de habichuelas. Caíamos en la cuenta de que había cosas visibles y cosas ocultas.

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Las veces que nos acercábamos a la playa de Güibia comprobábamos que donde terminaba la costa, empezaba el agua del mar. ¡Vivíamos en una isla cercada por el oleaje y los tiburones! La “insularidad” genera sentimientos de soledad y reclusión; pero el verdor de la vegetación tropical nos empuja a gozar de la naturaleza, a sentirnos parte de la “universal germinación” que mencionaba mi hermosa profesora “elemental”. Gracias a ella, cualquier caracol que encontráramos en la arena lo examinábamos con atención.

Con un intenso brío la curiosidad despertaba en el interior de unos jovencitos caribeños limitados por la pobreza general, por una dictadura feroz que aplastaba la libertad de los mayores. A través de los escasos resquicios que dejaba la tiranía, se filtraban los esfuerzos pedagógicos de unas profesoras mal pagadas, que vivían sostenidas por entusiasmos misionales. Cada vez que recuerdo a mi maestra pienso que debo desenterrar unas cuantas zanahorias. Solamente para mirar el color de las raíces.

 

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