El concepto de la zona de confort se encuentra ampliamente difundido en muchos campos de la literatura.
Se apoya en la idea de que cuando una persona es colocada en una situación o ambiente estresante o de disconfort, suele responder poniéndose a la altura de las circunstancias y superar su temor o incertidumbre logrando un crecimiento personal.
Esta situación suele ir acompañada de reacciones fisiológicas como el aumento de la frecuencia cardíaca y respiratoria, sudoración, o reacciones psicosociales como el miedo.
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Cuando una persona sale de su zona de confort suele tener dos opciones: se supera esa incomodidad o se cae en la trampa del miedo que, luego puede llevar al pánico, lo cual no es algo menor en las autoridades de un país, ya que el pánico expresa descontrol.
El miedo es una emoción básica, se activa muy rápidamente. Está muy relacionada con la supervivencia, se puede intentar controlar, pero no se lo puede hacer desaparecer.
El miedo a nivel social está mucho más presente desde que vivimos en tiempo de pandemia.
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Por otro lado, es la emoción que invadió de manera primaria a la mayor parte de las personas mayores que vieron como a través de una comunicación irresponsable se los colocaba en el lugar de las víctimas potenciales, al tiempo que se menospreciaban las consecuencias para los más jóvenes de la sociedad.
Parte de esto es cierto: las tasas de mortalidad son muy altas en personas mayores. Pero parte es incorrecto: no son pocos los adultos jóvenes fallecidos y en estos días crece la preocupación por lo que ocurre con los niños afectados por un síndrome similar a la enfermedad de Kawasaki.
Una vez controlado el miedo suele dar lugar otra forma de emoción: la angustia, algo natural a la condición humana y tan propio como la alegría o la tristeza.
Una sensación que es importante reconocer como parte del proceso que vivimos las personas cuando se pierde, por ejemplo, la salud.
Es una sensación de desasosiego frente a la incertidumbre de lo desconocido. Alguien lo describió como tener un elefante cómodamente sentado sobre nuestro pecho.
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Vivimos tiempos de angustia, de incertidumbre y nadie puede negarlo. Al país se lo confinó sin saber de qué se trataba una cuarentena y, mucho menos, sin tener planificado cómo lograr el desconfinamiento.
La mayoría de los países que entraron en un confinamiento inmediatamente comenzaron a trabajar sus planes para los escenarios de regreso a la hoy llamada nueva normalidad.
En medio de ello la luminaria de los asesores presidenciales pide irónica y públicamente que alguien le explique cuál es la alternativa posible, como si el único destino que considera una parte importante de la infectología argentina fuera un confinamiento hasta la aparición de la vacuna. Son los riesgos que se corren cuando se ve por una única lente una realidad que poco tiene de infectológica y mucho de descalabro social.
¿Acaso se les habrá ocurrido pensar en la forma de una balanza, donde de un lado estén los costos y del otro los beneficios?
Para ello es importante primero que le informen al presidente que el confinamiento no salva vidas. La cuarentena no detiene una pandemia.
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Solo sirve para ganar tiempo y estar preparados. Está en todo manual básico de salud pública. Así mismo, negar la angustia es negar el derecho a decir “me siento mal, estoy sufriendo”.
Es invisibilizar el derecho a expresar miedo y ansiedad. Reacciones que, ya se sabe, genera el confinamiento como lo muestran investigaciones posteriores a la pandemia SARS 2003 y al desconfinamiento en China.
Enojarse es no entender y mucho menos saber. No considerar el duelo, refleja falta de empatía y lo que es peor, la incapacidad de solidarizarse, identificarse con el que sufre, sea por no ver a sus familiares, por haber perdido el trabajo, por endeudarse o por sentirse abandonado. Se le llama compasión.
La angustia es parte de un proceso, no una cuestión personal, y un proceso como tal se define por tiempo y tiene una duración como lo debería tener una cuarentena.
Un poco de estrés es bueno, corrernos de la zona de confort puede ser una buena razón para crecer y una gran motivación para superarnos siempre y cuando no caigamos en la etapa que los teóricos definen como la del pánico y que a veces puede reflejarse en un enojo desmedido que solo oculta impotencia.