Aunque la diplomacia del gobierno de Rafael L. Trujillo Molina atribuyó a “incidentes fronterizos entre civiles” la matanza de haitianos del año 1937, el dictador se vanagloriaba siempre de ser el único responsable del exterminio masivo de esos ciudadanos ilegales.
La orden fue dada por Trujillo, según lo revelan el doctor Joaquín Balaguer en su obra Memorias de un Cortesano en la Era de Trujillo, y el licenciado Luis Julián Pérez, en su libro Santo Domingo Frente al Destino.
De acuerdo a Balaguer, Trujillo impartió la orden mientras disfrutaba en la noche del 2 de octubre de 1937 en una fiesta “rodeado de hermosas mujeres e ingiriendo grandes dosis de Carlos l, su coñac preferido”.
Un alto oficial del Ejército Nacional se le acercó al jefe y le susurró que un grupo de vagabundos haitianos habían penetrado al territorio nacional para robar ganados y asaltar propiedades. El dictador se irritó de tal manera, que le ordenó al militar para que “se proceda desde esta misma noche a exterminar sin contemplaciones a toda persona de nacionalidad haitiana que se halle ilegalmente en territorio dominicano”.
El genocidio de alrededor de17,000 haitianos se prolongó durante varios días “sin perturbar en lo más mínimo el ánimo del hombre que ordenó esa matanza y que jamás se arrepintió de ella”, según lo narra el doctor Balaguer, quien para esa época era el canciller interino.
Luis Julián Pérez, quien fue uno de los fundadores del Banco Central y de Reservas en el gobierno de Trujillo, aseguró en su obra que “Trujillo, y sólo Trujillo, fue el único responsable de los sucesos ocurridos en 1937, y siempre lo reconoció principalmente en los meses que precedieron a su muerte, cuando salió a divulgarlo por todo el país como si presintiera que realizaba una visita de despedida”.
El eminente jurista fallecido señala que el dictador procuraba reunirse con los jóvenes de diferentes pueblos y ciudades, “para explicar las causas del conflicto domínico-haitiano, la preocupación que su generación y la de sus jóvenes interlocutores debían mantener acerca de este asunto de tanto interés nacional, los motivos que tuvo para actuar, a fin de tratar de resolver definitivamente una situación de la cual dependía la suerte de la República, pero asumiendo él la responsabilidad de todo”.
Para Julián Pérez, Trujillo “fue atrapado por las circunstancias y compulsado por los acontecimientos”, debido a que el problema venía desarrollándose durante siglos en forma alarmante, y que “nadie fue capaz de hallarle solución”.
En el año 1936, Trujillo firmó un convenio mediante el cual se ratificó la delimitación física y geográfica de la frontera. Sin embargo, en el año 1937 los haitianos continuaban entrando en forma ilegal al país.
“La penetración clandestina, constante y sistemática en el territorio nacional de merodeadores haitianos continuó. Los ladrones nocturnos amenazaban desorganizar nuestra economía fronteriza. Dramáticas hileras de hombres descalzos, semidesnudos y hambrientos, cruzaban la frontera para robar el ganado y destruir nuestra agricultura”, señala Manuel Arturo Machado Báez, reputado historiador fallecido, en su obra La Dominicanización de la Frontera, publicada con motivo del 25 aniversario de la llamada Era de Trujillo, y que formó parte de una serie de obras a cargo de los mejores intelectuales de la época. Machado me obsequió un ejemplar de su obra cuando laborábamos en el diario El Caribe.
La delincuencia haitiana en territorio dominicano alcanzó del año 1910 al primer trimestre de 1937 la cantidad de 2,445, de los cuales 634 fueron de robo, apunta Machado.
Como caso curioso, se destaca que en el año 1937 había en el país 435 haitianos inútiles, entre ciegos, sordomudos, paralíticos, locos, mancos, idiotas, de los 52,627 inmigrantes haitianos analfabetos y hambrientos.
El conflicto surgido tras los sangrientos hechos se solucionó por un acuerdo celebrado en Washington el 31 de enero de 1938, mediante el cual Trujillo aceptó indemnizar a las víctimas en el pago de US$750,000, el cual incluía el desembolso inmediato de US$250,000.
Tres años después de la firma de ese acuerdo, en el año 1941, “nuevas incursiones se registraron. Los merodeadores, como en otro tiempo, caían en las sabanas donde pastaba el ganado. Asaltaban a los campesinos. Destruían las propiedades”.
El 30 de agosto de 1941, llegó Trujillo de nuevo a Dajabón “para escuchar el relato de los agricultores víctimas de los ladrones. A esa reunión asistió Gérard Lescot, secretario de la Presidencia de Haití, enviado por su padre el presidente Elie Lescot. El gobierno haitiano comprobó “las actividades nefastas de estos vagabundos” e impartió instrucciones para que “todo el peso de las leyes penales sea empleado por las autoridades militares haitianas en perfecto acuerdo con las autoridades militares dominicanas”.
A partir de ese momento, Trujillo inició lo que se llamó “dominicanización de la frontera”, creando nuevas provincias y realizando una serie de obras, principalmente educativas y de salud que, a juicio de Machado, “preservaría las poblaciones que iban perdiendo la conciencia de la nacionalidad y estaban expuestas a las influencias de esa invasión moral. Varios lustros más y el país se hubiera haitianizado. Con razón escribió Danna G. Munron: ‘He ahí una ola de color que avanza y que se tragará sin remedio a la República Dominicana’”.
En el año 1960, veintitrés años después de la matanza, Trujillo visitó por última vez la ciudad de Dajabón para recibir un homenaje “de las fuerzas vivas de la región fronteriza”, en un lugar denominado La Gorra, donde miles de campesinos desfilando a caballo con machetes y letreros alusivos al nacionalismo de Trujillo frente a los haitianos, saludaban al dictador, quien estaba en una tarima levantada en el centro de una enorme sabana bajo un ardiente sol y polvo levantado por el trote de las monturas.
La noche anterior, el dictador participó en una recepción que se le ofreció en el antiguo Club Libertador. Yo estuve presente en los dos actos como corresponsal del diario vespertino La Nación. Tenía 17 años de edad. Recuerdo, que cuando viajábamos desde Santiago, acompañado del fotógrafo Víctor Gómez y del licenciado Juan Santos Romero, encargado de la oficina del periódico en Santiago, nos detuvimos en el Samoa Bar, de Mao, y allí supimos la trágica muerte del general Juancito Rodríguez García, acérrimo opositor a Trujillo, quien residía en Venezuela. Santos Romero opinó que Trujillo iba a estar contento por la muerte del líder antitrujillista.
Y así fue. Cuando llegamos al Club Libertador, “el jefe” estaba sentado en el medio de la mesa presidencial acompañado de altos funcionarios y detrás oficiales militares. Lucía alegre mientras disfrutaba de su coñac Carlos 1 y de un merengue alusivo a su persona, interpretado por la banda de música del Ejército Nacional. En momentos en que se tocaba el merengue Salve San Cristóbal, Trujillo inesperadamente se paró de su silla y abandonando la mesa se dirigió a donde estaba una joven y la sacó a bailar ante el asombro de los que estábamos allí. Como cosa curiosa, la joven era coja. Santos Romero me dijo al oído “parece que Trujillo está borracho”.
En el mismo año 1960, el dictador visitó también la ciudad de Santiago de los Caballeros para apadrinar en esta ocasión un grupo de militares e hijos de estos que serían bautizados por la Iglesia Católica, en la antigua fortaleza San Luis.
Cuando Trujillo se disponía abandonar el recinto, se oyó la voz de un hombre que lo llamaba “jefe, jefe”.
Trujillo se detuvo furioso y ordenó que le llevaran a ese “pendejo que está voceando”.
Cuando el hombre, que era un recluso, estuvo frente a Trujillo, éste le preguntó en forma airada qué le pasaba. El reo le contestó que tenía más de un año preso y no le pasaban causa.
El dictador le preguntó porqué estaba preso, y el recluso le contestó que había matado un haitiano en defensa propia.
Trujillo con una sonrisa cínica le dijo al comandante:
“Que lo suelten, y que siga matando haitianos”, ante el asombro de sus acompañantes.
Después de la caída de la dictadura, el general Almanzor Dujaric me confirmó que el preso fue puesto en libertad al día siguiente de Trujillo dar la orden.