Para la sociedad, carece por completo de importancia. Carece de méritos propios, de encanto, de autoestima. Es un individuo gris, de vida inútil. No es nada, no es nadie. Nadie se fija en él y a ninguno logra impresionar por sí solo. Pero una vez enquistado en determinado grupo -familiar, o social, o político-, de pronto pasa a convertirse en alguien. Se contagia del grupo, de su fortaleza, su entusiasmo y su mística. Entonces puede creerse importante. ¿Qué sería del Anodino sin el grupo?
Espécimen universal e intemporal, pulula y parasita en la administración pública aún más que en la empresa privada. Es un mal bicho, un vago, un subproducto que la cultura de padrinazgo y los gobiernos de turno crían y hartan sin cesar.
Se le puede ver fácilmente en los pasillos y las oficinas de cualquier dependencia del Estado -refugio y ámbito particular del Anodino- haciendo nada, perdiendo el tiempo y haciéndole perder el tiempo a los demás. Locuaz y banal, el Anodino habla de esto y de aquello y de lo otro, de todo y de nada, se llena la boca de palabras vacías, habla y habla para matar el tiempo y su infinito hastío, para que el día corra y pase más rápido, y no para un segundo de hablar.
Su antípoda es el empleado laborioso y callado, ése que envejece sin esperanza frente a un escritorio por un sueldo que no le alcanza. El Anodino le tiene a menos, le tilda de tonto, de loco; subestima su responsabilidad, su eficiencia, su dedicación al trabajo. Pues el mérito no existe y la excelencia es una virtud dudosa que de nada sirve en este mundo de vivos.
Protegido por vínculos familiares o políticos, deja bien claro (es demasiado burdo para insinuarlo) su protección y sus conexiones. No desaprovecha ocasión alguna de mostrar su prepotencia y arrogancia. Sabe hacer uso de su ascendencia, de sus relaciones y su «situación» inmediata; cuando lo considera necesario, no vacila un instante en abusar de ellas para intimidar a los demás y obligarles a rendirle pleitesía.
Con todas las premisas que le acompañan, es de esperar que goce de acogida entre alguna gente. Tan pronto llega, no es raro verle rodeado de un puñado de aduladores que le solicitan y halagan, procurando granjearse su simpatía y favor, más para conservar su puesto o procurarse ventaja que por sincero aprecio.
El Anodino es también un simulador de escaso talento. Al principio se nos pinta como cordero, como una persona «bien», amistosa y afable, incapaz de hacerle daño a nadie. La verdad, sin embargo, es otra. Tarde o temprano descubrimos su juego.
Manipulador y soberbio, no admite crítica ni se le puede contradecir o llamar la atención sobre un punto. Es susceptible a cualquier reparo sobre su persona o su conducta, pero no repara en sus formas burdas y groseras, en su trato indelicado con los demás. La palabra «disculpa» nunca saldrá de sus labios. Al saberse amparado, llega a creerse por encima de los demás, incluso de quienes le son intelectualmente superiores. Deformado, arrastra enormes complejos y frustraciones, y toma por mérito propia su parentesco con figuras encumbradas.
Cuando el Anodino se siente molesto o irritado actúa como un energúmeno, sin medir las consecuencias. Entonces sí es capaz de hacer daño, y no poco; entonces no titubea en acudir a las alturas del poder, en donde una decisión arbitraria puede truncar vidas y destinos, para elevar una queja ridícula o «hacer valer» sus derechos.
En situaciones de crisis o de conflicto, saca las uñas, y sus uñas son largas, bien largas. Deja ya de disimular y se nos pinta de cuerpo entero tal cual es y no como quiere hacernos creer que es; insulta, intimida, amenaza; se le cae la máscara de humildad y bondad. En verdad, el Anodino es peligroso, pernicioso, perverso. Si le dejaran actuar a sus anchas haría rodar cabezas. En el fondo este ser deforme y amargado sólo es digno de lástima. Si no se sintiera tan protegido, no actuaría con la soberbia que actúa, ni se permitiría las licencias que se permite.
Pero el Anodino -¡pobre hombre, pobre mujer!- vive engañado, vive de la ilusión de identidad, de la ilusión de ser alguien. No es nada, no es nadie. Debería saber que su poder (o su influencia) es sólo temporal y que nada dura para siempre. Pero está tan lejos de la sabiduría como el necio.
Saber que estamos condenados a sufrirlo nos hace desdichados. Recordar que su reinado es provisional nos brinda un ligero consuelo. Contra nuestra voluntad y nuestro bienestar, tenemos que soportarle a diario, en la oficina, la universidad, el negocio. No podemos escapar a su burda presencia, a su odiosa figura, a sus amenazas y sus exabruptos. Por suerte, disponemos a mano de un arma poderosa, infalible, absolutamente eficaz para neutralizarle: la indiferencia. Pues no hay mejor modo de tratar al Anodino que no tratarle en absoluto.