La prosapia y nombradía de Leoncio Ramos por su lucha frontal contra la reelección de Horacio Vásquez (como vimos en el artículo anterior), se hundió estrepitosamente en las múltiples reelecciones que después del 1930 protagonizó Rafael Leónidas Trujillo Molina. Una de las consecuencias más concreta del intento de reelección de Horacio Vásquez, fue la entrada en escena del espíritu absoluto de la dictadura, y la apertura desenfrenada a la corrupción, que minó la amplia base popular sobre la que se erigía su liderazgo. Cuando se consumó el golpe de Estado del 23 de febrero de 1930, Horacio no era ya ni la sombra de lo que fue; y Leoncio Ramos se encaramó en el esfuerzo de extirparlo de la vida nacional, abanderado del fervor anti-reeleccionista con que lo combatió.
Pero el movimiento del 23 de febrero de 1930 es una excelente demostración de lo que en la historia es la ilusión y la realidad. En la misma medida en que el gobierno de Horacio Vásquez se desgastaba, Trujillo se fortalecía; y aunque el liderazgo aparente del movimiento recaía en la figura del arielista Rafael Estrella Ureña, al final lo que sucedió fue otra cosa. Trujillo emergió de la sombra, conculcó rápidamente las libertades públicas, y ahogó los ímpetus de tribunos como Leoncio Ramos. Aquel paradigma de la anti-reelección apoyó a Trujillo sin ningún miramiento en sus reelecciones, y fue un portaestandarte moral del absolutismo. Incluso, es uno de los firmantes del “Memorial al Comité Nobel del parlamento noruego”, quienes solicitaron el Premio Nobel de la Paz para Trujillo en el año 1936.
En la historia dominicana los gobernantes no se han ceñido al espíritu de la Constitución, y Presidentes como Horacio Vásquez, o Danilo Medina ahora, cuyas historias políticas se han levantado sobre la base de sus luchas contra la reelección, han obligado a amoldarse a sus ambiciones el espíritu de la ley, reformando la Constitución de la República en su propio beneficio. Desde el 1844 la Constitución del país se ha reformado en 32 ocasiones, y por lo menos 27 de ellas se han implementado para propiciar la reelección. Incluso en los casos en los cuales las constituciones han sido hechuras propias, como Santana que hizo y desconoció seis. O Báez que se enseñoreó sobre cinco y las desconoció cuando le dio la gana. O las dos de Cabral. Y las dos de Cesáreo Guillermo. Las dos de González; y hasta las dos de Luperón. O casos como el de Hipólito Mejía, que no hizo Constitución, pero rompió una para tratar de reelegirse. Sin mencionar las de Trujillo y las de Balaguer, que por obvias no dejan de ser abrumadoras. También, como muestra de esa desconsideración a la Constitución el caso de Leonel Fernández, quien hizo la del 2010 y antes de un año quería interpretarla y violarla para reelegirse.
Los paniaguados del danilismo que propagan la idea de la reelección como la salvación del país, deberían saber que eso es lo que ha predominado en nuestra historia republicana. Una historia tan llena de la violencia institucional, que todos los excesos del autoritarismo nos parecen naturales. La amargura de nuestro acontecer es la comprobación angustiosa de que entre nosotros lo normal es la quiebra de la razón, las grandes formas neutras de los lugares comunes, el triunfo arrollador de los cínicos, los oportunistas y los logreros. ¿Cómo entender que, en pleno siglo veintiuno, esté resurgiendo como si nada la vuelta al debate constitucional para satisfacer la ambición de un grupo de un partido, y de un hombre? ¿No es eso el signo del conchoprimismo del siglo diecinueve que está inscrito todavía en la desvergüenza que sopla desde ese ayer de la manigua sobre la política dominicana de hoy? ¿Volveremos al espectáculo en el cual los conflictos por el poder en los partidos se resolvían modificando la Constitución, como en el caso de Horacio Vásquez? ¿Es Danilo Medina un ser celestial, divino, inspirado por algún Dios que lo mueve; o un político que responde a un grupo económico que se consolida, y que en este presente de corrupción y degradación total se desdobla, y finge ser lo que no es?
¡Oh, Dios, que desnuda realidad la que vivimos!