El filósofo Slavoj Zizek propone imaginar una película que muestre en toda su crudeza la violación de una mujer. El mensaje de este filme sería algo así como que debemos evitar la moralidad barata y comenzar a pensar seriamente en que quizás la violación sea un mal menor. Es obvio que tal cinta sería repulsiva pues vivimos en sociedades en donde la violación es considerada simplemente inaceptable y a nadie en su sano juicio se le ocurriría defenderla. Y, sin embargo, hoy se habla, con la mayor naturalidad y tranquilidad, de la tortura, proscrita mundialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial, y se recomienda, incluso, aplicarla por mandato legal a los sospechosos de cometer ciertos crímenes, como es el caso de los terroristas. ¿Qué ha pasado aquí? Zizek lo explica:
“La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba ‘el espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de las costumbres’, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura. Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea”.
No por azar el diputado brasileño Jair Bolsonaro, quien aspira a nuevo presidente de la Comisión de Derechos y Minorías del Congreso, no esconde sus posiciones homofóbicas y radicales, aboga por la pena de muerte, la esterilización de los pobres y el rearme de la población, y afirma que la gran mayoría de los homosexuales son consecuencia del consumo de narcóticos, y que “solo una minoría viene con [tal] defecto de fábrica”.
Bolsonaro es visto como un excéntrico en Brasil. Sin embargo, en República Dominicana, un país en donde el fusilamiento de supuestos delincuentes en pretendidos intercambios de disparos con la policía, es para gran parte de la población una política criminal legítima por parte del Estado, no contamos con una sociedad que, para usar las palabras de Zizek, “haya integrado en su sustancia ética los grandes axiomas modernos de la libertad, la igualdad, los derechos democráticos, el deber de la sociedad de proveer educación y salud básica a todos sus miembros” y que, en consecuencia, haya vuelto al racismo o al sexismo “simplemente inaceptables y ridículos”, al extremo de que no haya necesidad de argumentar, por ejemplo, contra el racismo, ya que si alguien lo promueve abiertamente sería “inmediatamente percibido como un excéntrico que no puede ser tomado seriamente”. Todo lo contrario: ser racista, homofóbico o sexista, es totalmente normal para muchos dominicanos. Así, por ejemplo, en los medios de comunicación es usual referirse despectivamente a los homosexuales y a nadie le extraña que una persona, refiriéndose a una foto donde aparece un grupo de personas de apariencia afroamericana, ponga un tuit afirmando que “es obvio que esos no son dominicanos”, como si la dominicanidad, contrario a lo postulado por nuestros Padres de la Patria y lo ordenado por el artículo 39.3 de la Constitución, fuera una cuestión de raza, etnia o color de la piel.
Aquí el racismo, el sexismo y la homofobia no se despliegan de modo velado como en otras sociedades. No es que, poco a poco, como lo hizo Hitler en Alemania, se desmontan las conquistas liberales hasta que, un día, ya es posible abogar abiertamente por la superioridad racial o la eugenesia. No. Muchos dominicanos asumimos una serie de prejuicios como algo absolutamente normalizado, que practicamos sin tapujos y que admitimos incluso de modo público al más alto nivel. Ya no es que el poder rompió nuestra escala ética y anuló nuestra sensibilidad moral intuitiva, forjada en un paulatino desarrollo de la civilización desde las cavernas hasta los rascacielos. Es que sencillamente los dominicanos publicamos obscenamente y sin rubor lo que es tabú en cualquier sociedad civilizada y decente, sin estar conscientes de que, con ese comportamiento, perdemos una parte esencial de nuestra identidad colectiva y de nuestra dignidad. El gran problema dominicano es, por tanto, no tanto el fascismo cotidiano sino, sobre todo, nuestra falsa conciencia, que nos impide percibir nuestros prejuicios en toda su descarnada realidad.