El Estado y la cultura se fundamentan en nociones contradictorias. El Estado es regulador y ordenador de la sociedad; es el ogro filantrópico en palabras de Octavio Paz. La cultura, por el contrario, es expresión de la diversidad, la creatividad, la imaginación, la utopía, las esperanzas y desesperanzas del pueblo.
Sólo a veces, raras veces, encuentran el Estado y la cultura un espacio para convivir en armonía, y la razón es simple: el Estado está compelido a homogenizar una supuesta esencia nacional, una supuesta historia común, mientras la cultura busca las formas de deshilar los entornos de la nación para hilvanar en la creatividad y el conocimiento sus diversas manifestaciones y potencialidades.
El Estado se asocia con mandar, tiene incluso la capacidad de reprimir y matar. La cultura, por el contrario, asume la estética, el cuestionamiento, la irreverencia. Por eso el Estado y la cultura transitan por carriles diferentes.
Esta naturaleza disímil debería indicarnos que lo aconsejable es mantener independencia entre el Estado y la producción cultural.
Pero como el Estado capta tantos recursos del pueblo, existe la inclinación a pensar y postular que le corresponde promocionar la cultura, que la producción cultural será más rica y estable si el Estado se involucra, que las instituciones culturales sólo se sostienen si el Estado las mantiene.
No son argumentos a ignorar. Ciertamente el Estado acapara muchos recursos, y por tanto, tiene la capacidad y responsabilidad de ofrecer financiamiento a las instituciones culturales, igual que hace en otras áreas.
Pero el papel del Estado en la promoción cultural en una sociedad democrática debe limitarse a canalizar recursos económicos a instituciones dirigidas por consejos con suficiente independencia y legitimidad social para garantizar una representación plural.
En las sociedades democráticas avanzadas ha sido posible lograr una relativa independencia de las instituciones culturales por el alto nivel de profesionalización, la estabilidad laboral, y los códigos éticos que rigen el Estado y lo someten al escrutinio de la población y los medios de comunicación. Son sociedades donde predomina una cultura cívica de respeto a la independencia de la actividad cultural; pero incluso en esas sociedades se producen fuertes tensiones cuando surgen gobiernos con énfasis en proyectos ideológicos unificadores.
En sociedades como la dominicana, con democracias precarias y cargadas de elementos autoritarios, es más negativo que positivo que el Estado asuma directamente la dirección de las instituciones y eventos culturales.
Ese Estado, con abundancia de corrupción y clientelismo, y una burocracia de baja profesionalización, extiende al mundo de la cultura sus prácticas manipuladoras y carentes de creatividad.
Cuando el Estado controla directamente la producción cultural, se golpea generalmente la independencia del artista, y ellos se ven compelidos a enfilarse con los políticos para asegurar su supervivencia.
En estos días es tiempo de la Feria del Libro. Diversas instituciones estatales despliegan los pabellones más costosos donde no exhiben libros, sino folletos o memorias.
En vez de gastar tanto dinero en andamiajes, esas instituciones podrían editar cada año un par de libros importantes de la literatura dominicana y venderlos a costo de producción. Así ganaría el público, y las instituciones estatales invertirían dinero para fomentar la cultura de la lectura, real objetivo de una feria del libro. Podrían también organizar concursos de ensayos y regalar a las escuelas ganadoras una cantidad de libros para sus bibliotecas.
En fin, hay muchas actividades dirigidas a fomentar la lectura que las instituciones estatales podrían realizar, en vez de gastar tanto dinero en montaje de pabellones que serán derrumbados en dos semanas, dejando la Plaza de la Cultura sucia y destartalada.