A todos mis compañeros en la escuela primaria les resulto irónico que el Padre Bartolomé de las Casas, paladín de los derechos de los indios de América, propusiera a la Corona española que se importasen negros del África para sustituir la mano de obra aborigen. No teníamos que haber leído “El atroz redentor Lazarus Morell” de Jorge Luis Borges para darnos cuenta de la tragedia que causó aquella “curiosa variación de un filántropo”.
Muchos años después, frente al pelotón de mis condiscípulos de posgrado, tuve que reconocer el hecho singular de que Las Casas tuvo el valor de postular la plena humanidad de los amerindios, es decir, que ni eran “animales parlantes” ni tampoco “esclavos por naturaleza” o especie de “niños” sometidos o bien a la abierta esclavitud o bien a la esclavitud encubierta de las “encomiendas”. Pero lo cierto es que Las Casas, a pesar de que se importaron los primeros esclavos negros a América más de una década antes de que el fraile recomendase tal práctica, nunca negó la legitimidad de ciertos tipos de esclavitud y sostuvo durante mucho tiempo que los africanos eran moros y sarracenos susceptibles de ser esclavizados. Es verdad que Las Casas se arrepentiría y reconocería que era “tan injusto el cautiverio de los negros como el de los indios”, lo que de por sí es extraordinario, máxime si tomamos en cuenta que ningún pensador occidental criticaría la esclavitud de los africanos hasta llegada la Ilustración. Pero el dominico nunca pidió para los africanos su liberación inmediata como sí lo hizo desde muy temprano y en innúmeras ocasiones respecto a los indios americanos.
La crítica de Las Casas a la esclavitud es, sin embargo, de avanzada, si se compara con la de los intelectuales de la Ilustración. Como bien revela Susan Buck-Morss, en su obra “Hegel y Haití, la dialéctica amo-esclavo: una interpretación revolucionaria”, a pesar de que en el siglo XVIIII, la libertad era para los ilustrados el valor más importante y universal y que la esclavitud connotaba “todo lo negativo de las relaciones de poder”, ello no impidió que la mayoría de los pensadores ilustrados aceptasen sin rechistar la terrible realidad de un sistema económico basado en la esclavitud de millones de africanos en las colonias europeas y que contradecía todos los ideales de libertad del iluminismo. Así, por ejemplo, Locke, cuyo pensamiento es la base del liberalismo angloamericano, no tuvo empacho en considerar “claramente la esclavitud de hombres negros como una institución justificable”. Por su parte, Rousseau, inspirador de la Revolución francesa y quien afirmaría que “el hombre nace libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado”, no censuraría la esclavitud reinante en las colonias.
En el caso de Hegel, Buck-Morss, sobre la huella de los trabajos de Pierre Franklin Tavares, sostiene que el filósofo elaboró deliberadamente su dialéctica del amo y el esclavo a partir del contexto de la Revolución haitiana, que conocía perfectamente por la lectura cotidiana de los periódicos de la época, pero que la carga crítica de esta dialéctica sería diluida por la interpretación de Marx, Lukács, Kojève y Marcuse, quienes abstrajeron la lucha del amo y el esclavo de toda referencia histórica concreta y la leyeron como simple metáfora de la lucha de clases. Para la pensadora, aquí es evidente “un elemento de racismo implícito en el marxismo oficial”: a pesar de que los revolucionarios haitianos personificaron mejor que nadie en el siglo XVIII y XIX los ideales de libertad de la Ilustración, no era aceptable que unos negros africanos, antiguos esclavos, simbolizasen tan sublimes ideales. Esto no debe sorprender pues hasta el propio Hegel no solo se mantiene silente sobre Haití sino que llega a considerar a África fuera de la “historia universal”. Es esto lo que explica que, como bien afirma el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot, en su obra “Silenciando el Pasado”, la Revolución haitiana sea un “no-evento”, un evento inaceptable por inconcebible cuando ocurrió e imposible de historiar por el silencio que le siguió.
Ahora que, el pasado 1 de enero, Haití ha conmemorado un aniversario más de su independencia, es bueno recordar todo esto y reivindicar la “idea de 1804” (Nick Nesbitt) como concreción de la “idea de 1789” (Peter Haberle). Y es que la rebelión de los esclavos de Saint Domingue, la abolición de la esclavitud por los revolucionarios haitianos y la independencia de Haití constituyeron una prueba de fuego para Occidente y los valores de libertad e igualdad que proclamaban sus políticos y pensadores. Occidente no pasó la prueba y consideró una afrenta la Revolución haitiana. Por eso, como bien demuestra Silvio Torres-Saillant, las potencias occidentales, beneficiarias por siglos de la esclavitud y “comprometidas con un credo racial negro-fóbico”, como condición para el reconocimiento de la República Dominicana por la comunidad internacional y su inserción en el orden mundial, fomentaron en las elites dominicanas su anti-haitianismo, una ideología de un Occidente que siempre vio a la República Dominicana como el país que evitaría, en palabras del senador estadounidense John C. Calhoun, defensor de la esclavitud, “un mayor crecimiento de la influencia negra en el Caribe”, a pesar de que Dominicana todavía hoy es “una sociedad con un largo historial de criollización que resta vigencia a la construcción de la identidad social a partir de parámetros estrictamente raciales”. Paradójicamente el discurso nacionalista anti-haitiano de las elites dominicanas y el racismo que lo funda, es importación de Occidente e imposición imperial, para lo cual –eso si- ya estaban preparados nuestros intelectuales, gracias al arielismo, que enseñó a ver en el indio, el negro y el mestizo una amenaza a la América hispana y un obstáculo para la cultura.