La corrupción como espectáculo

La corrupción como espectáculo

Alguien dijo que estábamos viviendo la era del espectáculo. Todo se puede traducir en una experiencia teatral; lo característico del momento no es que los hechos noticiables sean presentados en la televisión, sino que la realidad del día a día, por trágica que sea, se torna para los ciudadanos en un espectáculo de cine y televisión más. Es decir, el drama humano de cada día, se observa en los medios por un corto tiempo, tras lo cual, cada individuo para su casa, como si al bajar el telón, todo lo observado perteneciera al mundo de la imaginación. Cada uno se sitúa, “eo ipso”, al margen, a distancia, lejos del alcance de los acontecimientos (de acuerdo a nuestra imaginación manipulada por el perverso mundo mediático).

Roland Barthes, en Mitologías, compara determinados espectáculos a los mitos, como si la representación de la realidad en una novela, ya convirtiera lo real en mito. Cada grupo de actores está a diario en la escena, es decir, en el capítulo para el día de hoy. La obra se presenta con toda parsimonia. Los protagonistas, por ejemplo: El Procurador, el presidente de la Suprema Corte; y luego, los reales o supuestos malos de la película: un día los narcos, otro día, unos agentes corruptos, unos traficantes franceses o colombianos fugándose a lo James Bond; o, como es la más reciente historieta: un grupo de jueces y fiscales asociados a mafias, encubriendo sicariatos, que se apoyan en altos mandos y jefaturas, civiles, políticas y militares.

Cada capítulo conduce al suspenso, el drama no concluye, sino que el bandido que se escapa en un capítulo reaparece como héroe en un capítulo más adelante.

Como se trata de elencos de altas prosapias, todos quedan vivos para otro capítulo, para otro período novelable. Solamente mueren los extras, y los descamisados, los que hacen el trabajo sucio, los que roban y matan sin estilo, los vulgares y estrafalarios.

La gente acude día por día a su propio espectáculo, cada vez con nuevas expectativas, con ideas renovadas de que ¡Ahora sí! que el Procurador los va a agarrar, porque esta vez se cuenta con la ayuda del inverosímil embajador americano. Los titulares: “El superior gobierno apretará las tuercas a corruptos y delincuentes”; “Serán acorralados todos los farsantes de la policía, la política y la justicia”. Si una novedad tiene la presente comedia es que no aparece ni un oligarca como el malvado principal: hay un claro protagonismo de nuevos ricos y novatos en general. Queda muy en el fondo de la escena, en apagada lontananza, como signo esperanzador hacia el siguiente capítulo, la vaga expectativa de que el presidente, o alguien de la oposición, podrían darle un vuelco a los acontecimientos, y surgir grandes cambios mediante las próximas elecciones.

Muy en el fondo de sus corazones, risas y aplausos aparte, la cautiva audiencia presiente que el espectáculo continuará indefinidamente, sin cambio alguno; y que solamente hay un perdedor seguro, en el presente y al final: La gente, los propios espectadores. (¿De dónde vendrá nuestro socorro?).

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