La gran reforma debería ser espiritual. Una de reflexiones colectivas e individuales sobre nuestra identidad y nuestro futuro. Soltar el lastre de las prácticas aunque hayan funcionado hasta ahora, y poner una gran lápida a héroes y villanos del pasado. Esta tarea puede parecer muy abstracta, un poco utópica.
Sin embargo, hay otra gran reforma, institucional y concreta, que también es necesaria y que por la enorme energía vital que requeriría de la nación tendría, no me cabe duda, impactos en la necesaria reforma de la cultura y espíritu del país.
Han pasado 26 años desde que se hiciera la reforma más integral y profunda en nuestro sistema institucional. Ha habido luego otras muchas e importantes intervenciones en nuestro marco institucional, desde reformas constitucionales, reformas fiscales, en la justicia e incluso en los marcos monetarios. Y vale decir que esas reformas, incluso ante los ojos de los más pesimistas, han tenido resultados extremadamente positivos y han explicado crecimiento sostenido, disminución (aunque pírrica) de la pobreza, desarrollo y complejidad de nuestro mercado de capitales, respeto en los mercados internacionales, atracción constante de inversión extranjera, turismo y una nada despreciable estabilidad macro-económica, a pesar de las criticas que pudieran hacerse en el modelo de endeudamiento, efectividad en la distribución del ingreso, creación de empleo de calidad y fortalecimiento de la capacidad adquisitiva. Seguimos, dependiendo de qué tan bien vaya el motor gobierno en materia de desarrollo de infraestructuras para impulsar la economía.
Las reformas del pasado explican muy bien el desarrollo alcanzado en el país y es precisamente por ese desarrollo alcanzado que se hace impostergable una gran reforma que dé frente a las nuevas necesidades y al reto que el nuevo liderazgo mundial nos va a imponer.
Tenemos una clase media más cargada de impuestos, mejor educada, con más expectativas y con una mejor lectura política que en el pasado, igualmente segmentos de la población que siguen esperando que educación y empleo les brinde la oportunidad de un mayor nivel de vida, empresarios que tienen costos estructurales que los hacen menos competitivos, y un código laboral que protege muy bien la formalidad, pero que es una barrera a la creación de empleo, un sistema monetario eficiente pero que al tiempo pospone, por llamarle de alguna manera, la sinceridad fiscal que demanda nuestro país y posterga el desarrollo de los mercados en función de sus propias señales, viviendo permanentemente en el ámbito de las expectativas (no siempre racionales).
Así, en todos los ámbitos, desde la energía, la seguridad social, código de trabajo, justicia, marco de competencia política, financiamiento a los partidos, presupuesto, transparencia, mercados de valores y mercado cambiario, e incluso el propio marco constitucional, bien valdría una gran reforma, que no cambie necesariamente todo, pero que afine como un solo cuerpo institucional, como solo un instrumento de desarrollo, los objetivos y medios concretos de las herramientas de gobernabilidad. No hay peligro inminente, no hay anuncios de tormentas… pero va siendo ya muy claro que así como en el 1990, todos los sectores de poder, empresariales y políticos deben disponerse a abandonar la gradualidad y los parches para atreverse a la gran reforma que traiga un par de décadas más de crecimiento con más justicia y eficiencia.