Dicen que la estupidez es una enfermedad extraordinaria, pues no sólo la padecen sus poseedores, sino quienes los rodean. Con las enfermedades de los grandes líderes de la humanidad pasa algo parecido: sus padecimientos a veces se trasladan a la sociedad que dirigen.
¿Hubieran actuado de otro modo de no estar agotados por la enfermedad? ¿Algunos no se hubieran convertido en tiranos de no vivir asfixiados por el dolor?
Una vez dijo el mítico, y para algunos oscuro, primer ministro italiano Giulio Andreotti que el poder desgasta… a quien no lo tiene. Fue el líder de su país siete veces y murió a los 94 años entre acusaciones (no probadas) de haber pertenecido a la mafia.
Pero esa máxima que hacía latir el corazón de Andreotti no es la norma entre los grandes dirigentes de la historia.
Desde el emperador Julio César a George Bush, pasando por grandes monstruos como Hitler o Stalin, sus biografías muestran como sus enfermedades en muchos casos condicionaron sus decisiones o su personalidad.
¿La historia sería de otro modo sin sus dolencias?
Julio César
Año 43 antes de Cristo. Las tropas del emperador romano Julio César se disponían a cargar contra los restos del ejército de Pompeyo en la famosa batalla de Tapso.
De repente, César cayó al suelo y, arrebatado en convulsiones, se desvaneció. El historiador griego Plutarco describió el episodio utilizando el término epileptikos.
Era epilepsia, una enfermedad envuelta en un aura de divinidad en esa época. Y de ese supuesto han partido todas las investigaciones de la figura del emperador.
Eso hasta hace dos semanas, cuando Francesco Galassi y Hutan Ashrafian, investigadores del Imperial College de Londres reabrieron el caso, asegurando que lo que tenía Julio César eran ictus.
Su tesis, publicada en la revista Neurological Sciences, es que la sintomatología de sus ataques descrita por Plutarco y después por el biógrafo Suetonio se corresponde más con la de los derrames cerebrales. La epilepsia rara vez se presenta en la edad adulta, arguyen.
Según le cuentan los investigadores al periódico británico The Guardian, hacia el fin de su vida, cuando su política avanzaba hacia el poder absoluto, estos ataques provocaron una gran depresión en el emperador, que hizo que cambiara su personalidad.
En ese estado se hallaba cuando acudió a la cita donde sería asesinado por sus senadores en los idus de marzo del 44 A.C aun siendo prevenido del compló.
Enrique VIII
Pero la historia avanza y nos lleva a la Inglaterra del siglo XVI.
Allí un joven y apuesto príncipe, amante de la música y las artes, se disponía a convertirse entre grandes esperanzas en el segundo monarca de los Tudor. Era Enrique VIII. En ese ambiente comenzó su reinado.
Nada hacía sospechar que se convertiría en su madurez en un tirano obeso y deforme.
Se casó seis veces, decapitó a dos de sus esposas, separó a Inglaterra de la Iglesia Católica para casarse locamente enamorado de Ana Bolena (ejecutada sin miramientos después) y puso en el cadalso a todo aquel que osó a cuestionar su poder, incluido al filósofo Tomás Moro.
El historiador David Starkey, especializado en su figura, sostiene en su obra que clarísimamente hubo dos Enrique. El viejo y el joven, el gentil y el tirano. ¿Qué paso en el camino?
Para arrojar luz sobre esta cuestión, las investigadoras Catrina Whitley y Kyra Kramer publicaron en 2010 un studio en Journal of History de la Universidad de Cambridge.
Enrique VIII se obsesionó con la idea de que Dios lo había maldecido. Sus continuos matrimonios buscaban, según los historiadores, garantizar una descendencia adecuada: nueve de sus hijos murieron antes de nacer o poco después.
Las investigadoras encuentran una explicación en su salud. Aseguran que el problema se hallaba en él y no en sus esposas.
El monarca tenía, en su opinión, un trastorno genético que afecta a las personas con un tipo de sangre denominado Kell positivo. Este tipo de carga genética afecta a la inmunología del feto, explican las autoras. De ahí los numerosos abortos espontáneos.
¿Y su obesidad y sus cambiantes y rabiosas decisiones? Ahí entra el síndrome de McLeod, según el estudio, un trastorno que afecta sólo a personas con Kell positivo y que debilita los músculos y produce deterioro cognitivo y demencia.
El siglo XX: Hitler, Stalin
El viaje histórico por los glóbulos rojos palaciegos nos hace desembarcar en el siglo XX. Siglo de democracias, pero, sobre todo, de guerras, monstruos y muertes. ¿En cuánto de lo vivido tuvo influencia la salud de sus líderes?
David Owen es un médico británico especialista en neurología. Escribió un libro llamado «En el poder y en la enfermedad» donde repasa la influencia de enfermedades y depresiones en las decisiones de los líderes.
¿Por qué tiene un valor especial su análisis? Algo que podríamos llamarinformación privilegiada: convivió con algunos. Fue ministro de Asuntos Exteriores de su país en los 70.
Por seguir un orden cronológico, se puede comenzar con el presidente estadounidense Woodrow Wilson.
Durante su presidencia, Wilson tuvo que lidiar con la I Guerra Mundial y la posguerra.
Para esa época, un rumor sordo se había apoderado del círculo cercano al presidente. Su cambio de actitud. Se le describía como «cada vez más egocéntrico y receloso», según Owen. Obsesivo.
Este comportamiento tuvo su momento álgido durante la Conferencia de París de 1919, donde los Aliados acordaban las condiciones del armisticio de la gran guerra.
Allí, las intervenciones de Wilson tenían un tono mesiánico; se comportaba como un iluminado. El primer ministro francés de la época (también médico) Georges Clemeanceu dijo que parecía tener una «neurosis religiosa».
Este comportamiento quedó explicado meses después, escribe Owen. Wilson tuvo un ictus que paralizó su hemisferio derecho y disminuyó su conciencia.
Wilson desapareció durante siete meses, pero siguió con sus tareas. ¿Cómo era posible en ese estado?
En ese tiempo gobernó en la sombra su mujer, Edith Wilson, según diferentes fuentes. Habría sido, pues, la primera mujer presidente de Estados Unidos. Un «título» que quizá no guste del todo a Hillary Clinton si logra lo que anhela…
De una guerra mundial a la siguiente. Y allí los dos líderes que pasaron a la historia como los más sangrientos dictadores: el nazi Adolf Hitler y el soviético Joseph Stalin.
De Adolf Hitler se sabe que invadió Europa, asesinó a millones de personas y que ejerció un liderazgo de hierro en Alemania. ¿Por qué se comportaba así?
Los informes psicológicos de la CIA citados por David Owen hablan de que «sufría histeria, paranoia, esquizofrenia, tendencias edípicas», así como sifilofobia (miedo a contaminación de la sangre). Concluyeron que Hitler era «un psicópata neurótico».
Pero eso no lo convertía en loco. Sabía lo que hacía, sostiene el autor.
Del origen de estos traumas no hay conclusiones. Una autopsia soviética sostuvo que sólo tenía un testículo y eso influyó, otros informes hablan de traumas infantiles.
En sus últimos días perdió el contacto con la realidad, defiende Owen. Hitler estaba muy disminuido físicamente, comenzó a asediarle el Parkinson e incluso consumió cocaína durante el asedio a su búnker.
Los trastornos mentales también acosaron al dictador soviético Joseph Stalin.
El libro describe cómo su rasgo más característico era la paranoia. Algo que se acrecentó en el poder y que impulsó parte de sus purgas.
Como muestra, un macabro botón. Cuentan que hizo fusilar a uno de sus guardias personales al enterarse de que éste había pedido que arreglasen sus botas para que no le crujieran al andar. ¿Cómo enterarme de si se me acerca por detrás para matarme?, hubo de pensar Stalin.
Esa desconfianza demencial le llevó a purgar a sus médicos cuando le diagnosticaron arterioesclerosis. Despedía a aquellos que le recomendaban relegar sus funciones o, incluso, ejecutó a alguno.
Tal era su desconfianza hacia ellos, que en sus momentos finales, cuando le dio un ataque cardiovascular, nadie le avisó a ninguno de ellos hasta que pasaron doce horas.
De Eva Perón a Blair: la salud, cuestión de estado
La salud de los líderes es una cuestión de Estado. También en los cálculos de costo de imagen y estabilidad de los gobiernos de turno.
Hay numerosos casos en los que se mantuvo en secreto. Por ejemplo, el presidente francés François Miterrand escondió durante años su cáncer a los franceses. Ordenó silencio a su médico hasta el punto de que ni su esposa ni sus hijos se enteraron de su dolencia.
Algo similar pasó con Eva Perón. La revista The Lancet desveló que la Primera Dama argentina murió de un cáncer de cuello de útero sin conocer que lo tenía.
Cuando en 1950 el gobierno de Juan Domingo Perón se enteró de su enfermedad, decidió ocultarlo tanto a la sociedad como a ella misma. Le fueron extirpados el útero y los ovarios en una operación sin su consentimiento. Murió en 1952.
Parece, pues, que la salud de los líderes afecta en diverso grado a sus decisiones. Especialmente su salud mental
El síndrome Hybris lo sufren algunos dirigentes al llegar al poder y desaparece tras dejar de ejercerlo
El profesor de psiquatría de la Universidad de Duke (EE.UU), Jonathan Davidson, definió junto a David Owen el síndrome de Hybris.
Estos especialistas aseguran que muchos mandatarios sufren este trastorno cuando acceden al cargo y que se libran de él un tiempo después de dejar de ejercer.
Básicamente es una sintomatología que incluye estados de euforia, irritabilidad, poco sueño, exceso de autoconfianza, negación de la realidad, distracción y otros que acaban haciendo que gobiernen sin atender ningún consejo y de una forma narcisista.
Como ejemplos contemporáneos ponen a George Bush junior y Tony Blair en los preparativos de la guerra de Irak.
El propio Davidson sostiene en sus estudios que el 75% de los primer ministros británicos desde 1700 han tenido algún tipo de trastorno mental de diversa gravedad.
Tanto es así que hay psicólogos que opinan que los políticos deberían someterse a test psicológicos periódicamente. Posiblemente, muchos ciudadanos estén de acuerdo con ellos.